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Tristezas y alegrías del carnaval - Cultura y Entretenimiento

22/02/2011

Vuelven los feriados y en la Capital hay corsos en los barrios, pero la fiesta, tantas veces prohibida, todavía no despierta el entusiasmo de otros tiempos

jdjdEl carnaval es una antigua fiesta: en la época de los romanos se lo llamaba bacanales o saturnales, y dionisíacas en la de los griegos. Fue bautizada con su nombre actual por el cristianismo, que la admitió como antecedente inmediato de la Cuaresma. Así, los sacrificios exigidos en este período se compensaban con las diversiones extraordinarias previas al Miércoles de Ceniza.

Por eso había carnaval en la Edad Media, a pesar de que las transgresiones propias del festejo chocaran con los preceptos religiosos, y por eso también en los tiempos modernos persistió en los países católicos. La fiesta se instaló después en las ciudades coloniales, mezclada en ciertas regiones, como en el Noroeste argentino, con ritos prehispánicos.

La idea de caos y creación, del mundo del revés en el que el amo juega a ser esclavo y éste a mandar, en el que el hombre se viste de mujer y el pobre de príncipe, entre danzas, música, mascaradas, burlas, borrachera y libertad sexual, generó conflictos con el poder por el antagonismo entre orden y desorden, implícito en la fiesta.

Dicho antagonismo explica los vaivenes de esta celebración a lo largo de la historia. El poder -temporal o espiritual- la necesitaba a la vez que aspiraba a controlarla y administrarla.

Ejemplo de dichos vaivenes es lo ocurrido en la Argentina. La decisión presidencial de volver a los feriados de lunes y martes de carnaval se anunció en la Casa Rosada con acompañamiento de murgas, como una forma de reparación del daño causado por la supresión de dichos feriados en 1976, por obra de la dictadura militar. Esta última, consecuente con su proyecto de "disciplinar" a la sociedad, limitó el festejo, sin prohibirlo.

Este tironeo entre autorizar y prohibir, tolerar y controlar, tiene una larga historia. Precisamente en este febrero se cumple el bicentenario de la disposición del Cabildo porteño que consideró "un negro borrón para los dignos moradores de Buenos Aires perpetuar entre las costumbres reprensibles que supo tolerar por pura debilidad el Gobierno antiguo la bárbara del carnaval". El Cabildo nombró una comisión para que quedaran "olvidados para siempre los juegos del carnaval". Desde luego, el intento fracasó.

Por cierto que el "Gobierno antiguo" también se había ocupado de limitar la conflictiva fiesta en la que el diablo andaba suelto. Por tratarse de una celebración exclusivamente urbana, a medida que las ciudades crecían el festejo se volvía más y más incontrolable. Ése era el caso de Buenos Aires en el siglo XVIII.

La importante población de origen africano que había en la ciudad entonces consideraba el carnaval un asunto propio y lo aprovechaba para bailar el fandango, denunciado como pecaminoso por sacerdotes y funcionarios.

Ilustrado sobre estos asuntos, el gobernador Juan José Vértiz, en su afán por modernizar a la sociedad autorizó los bailes de máscaras, como los que se hacían en España, si bien reservados para la "gente decente". El permiso, aun limitado, motivó una severa reacción del fraile franciscano Costa, quien amenazó a los bailarines enmascarados con el infierno y la excomunión. Vértiz desterró al cura porque había desafiado su autoridad y exigió que se pronunciara en el mismo templo de Costa un sermón en desagravio propio. El episodio tuvo un desenlace inesperado: el muy piadoso rey Carlos III, enterado por su confesor de lo ocurrido, desautorizó al gobernador. En el Río de la Plata no debían permitirse bailes. En España sí, dijo, y su palabra fue ley.

El incidente, relatado por José Torre Revello, resulta un ejemplo acabado de la puja entre el poder espiritual y el temporal, y de las diferencias que se fueron creando entre la metrópoli y sus dominios. Pero más allá de todas estas disimilitudes, el carnaval continuó.

Si nos atenemos a las crónicas del antiguo Buenos Aires, a partir del cañonazo disparado al mediodía desde la Fortaleza, todos jugaban con agua sacada del pozo o del aljibe, con aguas sucias y hasta con basura. Esa violencia jocosa, ese desenfreno permitido por tres días, daba pie a batallas amistosas entre mujeres jóvenes que, ayudadas por negras y mulatas de servicio, defendían las azoteas de sus viviendas contra la arremetida de jóvenes disfrazados que las atacaban a baldazo limpio.

El juego, que fácilmente derivaba en hechos de violencia y en burlas crueles, tenía entre sus partidarios a la plana mayor del ejército. Se cuenta que el general Lucio V. Mansilla ganó fama por la dudosa hazaña de arrancarle un diente a una anciana de un huevazo certero.

El dictador Rosas, que había autorizado las primeras comparsas de negros, se aplicó más tarde a frenar los excesos carnavalescos: exigió permiso policial para el uso de máscaras y prohibió disfrazarse de mujer, funcionario, militar y eclesiástico. No conforme con esto, en 1844 prohibió "para siempre" el juego de carnaval, por inconveniente a los hábitos de un pueblo laborioso e ilustrado y por ser gravoso al Tesoro y a los trabajos públicos, a la higiene y al orden familiar.

Mencionó en particular el uso de un nuevo elemento, de carácter rural, las vejigas de novillo con las que jinetes al galope golpeaban brutalmente a los peatones. "Este juego torpe fue inventado por la gente de la Más-horca", anotó Juan Manuel Beruti en su Diario.

Pero como en política es difícil que algo sea "para siempre", caído Rosas, el gobierno liberal de Buenos Aires autorizó el carnaval, si bien mantuvo el permiso policial para el uso de máscaras. Fue entonces cuando se empezó a bailar en los clubes y en las salas de los teatros, y se impusieron los disfraces de beduino, marquesa, Pierrot o Colombina, que daban la oportunidad de jugar a ser otro y de soñar.

En los años de la Gran Aldea, Sarmiento defendió el significado profundo del carnaval. La fiesta sirve para integrar a las autoridades y al pueblo en una expansión común, afirmó. Como presidente de la Nación no se privó del corso a la italiana, iniciado precisamente en su mandato:

"¡Qué hombre de Estado ni qué niño muerto! En aquel momento el Presidente había tirado su presidencia a los infiernos. Sentado en una carretela vieja que la humedad no pudiese ofender, abrigado con un poncho de vicuña, cubierta la cabeza con un sombrero chambergo distribuía y recibía chorritos de agua, riéndose a mandíbula batiente", escribió un testigo, el ingeniero Alfred Ebelot.

En su desarrollo histórico, la fiesta reflejaría los cambios registrados en la ciudad, según puede leerse en Breve historia del carnaval porteño, de Enrique Horacio Puccia. En efecto: cuando Buenos Aires se volvió cosmopolita, convivieron en los corsos del centro y de los barrios distintas expresiones carnavalescas representativas de las etnias, las clases sociales, la cultura y las ideas.

Las comparsas de negros que tenían sus organizaciones permanentes fueron las primeras en concurrir a los corsos, trajeadas de lujo, al ritmo del candombe y derrochando ingenio en versos improvisados.

Entre broma y broma, ellos contaban sus padecimientos y sus aspiraciones. Competían con las agrupaciones de la gente de color las de los "niños bien" con el rostro pintado de negro, un chiste tan repetido que terminó por cansar a los espectadores. Por esos años desfilaron comparsas formadas por inmigrantes italianos, españoles, vascos, franceses: Lago di Como, Nietos de Garibaldi, Unión Ibérica, Orfeón Gallego... Hacia el 900, en la medida en que el gaucho empezaba a volverse un símbolo nostálgico, el carnaval se tiñó de criollismo, y el disfraz de Juan Moreira hizo furor. También se advirtió en corsos y teatros la asistencia de prostitutas enmascaradas que se adueñaban de las fiesta. Se multiplicaron las peleas y los desórdenes. Aparecieron los travestis.

Después de la modernización posterior a la Primera Guerra Mundial, la convivencia entre ricos y pobres, paisanos y "cajetillas", "niñas decentes" y prostitutas, coches lujosos y carros con habitantes de los conventillos se volvió cada vez más difícil.

En los años 1920 y 1930, los clubes, los centros sociales y los estadios de fútbol concentraron los festejos. Grandes orquestas típicas se disputaban el favor del público, mientras el corso tradicional ganaba un nuevo espacio en la Costanera para jugar con agua. En 1939, el municipio organizó en la plaza del Congreso "la pista de baile más grande del mundo".

Los vaivenes políticos del siglo XX incidieron en el desarrollo de la fiesta, pero no siempre con el mismo signo. En 1953, el gobierno de Perón dejó de organizar el corso oficial para invertir ese dinero en "la salud física y moral del pueblo" (los campeonatos infantiles), advirtió contra el juego de agua, exigió permiso policial a los menores para disfrazarse y prohibió "bailar suelto".

Un gobierno de facto, el del general Aramburu, en 1956, incluyó el carnaval entre los días no laborables, reservados a las celebraciones religiosas. Otro gobierno de facto los suprimió, en 1976. De ahí que en 1983, cuando se restableció la democracia, el carnaval recibiera trato especial y un lugar en los talleres barriales. En 1997, se establecieron subsidios para las murgas.

Porque, entre tanto, la fuerza otrora imparable de las comparsas había cedido su lugar a las murgas, llegadas con la inmigración española finisecular al Río de la Plata. Estas agrupaciones, cuya historia ha narrado el músico, docente e investigador Coco Romero, acompañaron la evolución de la sociedad. Fueron muy machistas durante décadas, y esa percepción de la vida se puso en evidencia en las letras burlescas de las canciones que entonaban. Hacia 1960, empezaron a admitir mujeres. Más adelante, se incorporaron los travestis.

A principios del siglo XXI, las murgas encabezaron el reclamo por la vuelta del feriado de carnaval: la "fiesta robada" debía volver a la calle. Este reclamo ha sido escuchado. Habrá a partir de ahora más días feriados que se aprovecharán no sólo para el festejo, sino también para el turismo; si la oferta musical es generosa, acudirán multitudes.

En suma, la fiesta contará en su favor con el impulso oficial de las autoridades nacionales y de la ciudad de Buenos Aires, que por una vez parecen estar de acuerdo, y con el impulso secreto de la memoria colectiva: la magia antigua del carnaval, los placeres prohibidos autorizados por un breve lapso y el contraste entre lo sagrado y lo profano que le dieron su sabor especial contribuirán sin duda a asegurar la vigencia y lozanía de la milenaria celebración.

Fuente: La Nación

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