Diversión gourmet - Interés general
28/11/2017
Son jóvenes. No obstante, la presencia de alguien mayor parece legitimar su accionar. Es decir, la experiencia antes que obstruir, aporta. Son encantadores. Están en la TV. Y cocinan. Dulce, salado, agridulce, contundente o light. Las fechas patrias se celebran con recetas de acreditadas matronas o criollos ancestros conocedores de carnes a punto y de las otras. Pero la consigna de estos activos cocineros, antes que lograr un manjar emblemático, pasa por dotar al mismo de un toque divertido.
De esta forma, una básica tarta de portobelos y queso brie, antes que exquisita, tiene que ser divertida. Cada paso que uno de los expertos da, para lograr el plato deseado, es acompañado por los demás colegas con una parafernalia de rituales que van desde expresiones exultantes como: ¡uauuuu!, ¡esooo!, ¡vamooos! hasta simétricas coreografías que operan a modo de división entre un paso y otro de la receta del día.
Contagian alegría, dan buenos consejos, renuevan antiguas delicatessen con aportes creativos, pero la mayoría de las veces, aturden. El desprevenido televidente, sentado con papel y birome en mano, para registrar el desarrollo de “esa” terrina de puerros que tanto buscó, sucumbe ante un caos culinario-musical que le impide registrar si los gramos de harina eran cien o trescientos o si los huevos se agregan de a uno, juntos o separando yema y clara.
Finalmente, el autor presenta la obra concluida. Es elogiada. Se aplaude. Arrecian cantos y bailes. El televidente guarda el bloc de hojas y, resignado, busca en Internet la receta deseada.
La ciencia culinaria ha evolucionado al galope. Desde las tardes en que nuestras tías asistían con reverencia a las clases de Doña Petrona y su insobornable Juanita y ahorraban en sus gastos diarios para poder comprar aquel best seller que fue “La cocinera criolla”, hasta estos días posverdaderos, ríos de manteca y almíbar han inundado las cocinas vernáculas. Hemos escuchado a magistrales cocineros referirse a las almejas como “estos amigables bivalvos” o los hemos visto batir “estos seductores huevos de campo”, mientras abandonaban los estudios televisivos para desplegar sus enseres a las orillas del Sena, en algún puente famoso de Capital Federal o en un autódromo del interior del país. En todos los casos, más allá de la inobjetable capacidad profesional de estos chefs, el acto de cocinar queda subsumido a un espectáculo suplementario que termina por cobrar entidad propia.
Nada de esto es ilegítimo. En honor a la verdad, resulta destacable el empuje que la nueva mirada culinaria le ha dado a la tarea de hacer atractivo el momento de cocinar y alimentarnos. Cabe, no obstante la reflexión de no permitir que el show desdibuje las hornallas. Tal vez, la formula intermedia sería acentuar más el momento de transmitir datos y procedimientos y darle a la diversión un espacio dignamente secundario.
La abuela de quién escribe se hizo famosa en su familia por amasar ravioles que merecían el atributo de “memorables”. Cuando se la recuerda, surge a menudo esta pregunta: ¿Te acordás de los ravioles de la abuela Emilia? Se contesta al unísono: Riquísimos. Nadie agrega: “y divertidos”.
La ciencia culinaria ha evolucionado al galope. Desde las tardes en que nuestras tías asistían con reverencia a las clases de Doña Petrona y su insobornable Juanita y ahorraban en sus gastos diarios para poder comprar aquel best seller que fue “La cocinera criolla”, hasta estos días posverdaderos, ríos de manteca y almíbar han inundado las cocinas vernáculas.
Fuente: El Litoral
|