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La aldea, la ciudad y los crímenes - Ciencia y Técnica

31/07/2018

 

A principios del siglo XX, Buenos Aires se transforma: los pistoleros irrumpen en escena, los automóviles facilitan secuestros de alto voltaje y los policías estrenan patrulleros. Caimari analiza los giros y las bisagras del mundo delictivo y la sociedad.
Especialista en estudios sociales y culturales sobre historia criminal, policía y cultura urbanaA principios del siglo XX, Buenos Aires se transforma: los pistoleros irrumpen en escena, los automóviles facilitan secuestros de alto voltaje y los policías estrenan patrulleros. Caimari analiza los giros y las bisagras del mundo delictivo y la sociedad.

 

 

En las décadas del 20 y del 30, durante el período de entreguerras, Buenos Aires modifica su fisonomía y los vientos modernizadores también refrescan el mundo delictivo. Se desarrollan, en este sentido, formas inéditas de violencia al tiempo que se democratiza el acceso a tecnologías que invaden una sociedad de consumo en crecimiento constante. El Ford T y el desembarco de nuevas armas habilitan la irrupción de “los pistoleros” que, con un accionar más sofisticado, se despegan del relato clásico que caracterizaba a los bandidos rurales. Al mismo tiempo, la policía estrena los primeros patrulleros y la comunicación vía radios. De este modo, se separa de la imagen nostálgica del vigilante de la cuadra para acercarse con mayor ímpetu a su objetivo histórico: la utopía de controlar la calle. En simultáneo, como los acontecimientos se transforman, otro tanto ocurre con las formas de narrarlos. Los diarios advierten que el relato de una realidad oscura y difusa cautiva lectores. En efecto, se consolidan las secciones policiales a medida que coquetean, cada vez con mayor ahínco, con el sensacionalismo. 
En este escenario, nadie mejor que Lila Caimari para explorar las lógicas del universo criminal a principios de siglo XX y seguir el rastro de los hilos de la historia, para indagar acerca de las rupturas y las continuidades respecto de los tiempos actuales. Es historiadora (UNLP), doctora en Ciencias Políticas (Instituto de Estudios Políticos de París), investigadora del Conicet y docente en la Universidad de San Andrés. Desde aquí, ha publicado diversos libros, entre los que se destacan Apenas un delincuente. Crimen, castigo y cultura en la Argentina, 1880-1955 y Mientras la ciudad duerme. Pistoleros, policías y periodistas en Buenos Aires, 1920-1945 (ambos de Siglo XXI).
–¿Por qué investiga historia criminal, policía y cultura urbana?
–Cuando estudié en Francia descubrí una tradición que despertó mi atención; una perspectiva sociocultural de la historia que indagaba acerca de las construcciones simbólicas colectivas del pasado. Siempre quise descubrir otros mundos a partir de la reconstrucción de aquellos discursos que no provenían de las elites sino de las clases populares.
–Así desembocó en el estudio del mundo del delito.
–Sí, mi objetivo, entonces, fue comprender la realidad a partir de un ingreso por las márgenes y no por los centros. Para ello, necesitaba nutrirme de fuentes materiales que me permitieran recuperar voces que no se hallaban en los espacios estatales habituales. Cuando arranqué a investigar el mundo del delito advertí que si bien se trataba de una temática abordada por antropólogos y sociólogos, no se había producido demasiado desde el campo de la historia. Y a ello le sumé una preocupación que arrastraba desde joven: nunca quise hacer historias de nicho, textos herméticos que solo fuesen leídos por un círculo de especialistas. Quería que mis libros cautivaran a otros lectores, más allá de la academia. 
–¿Qué características asumían los crímenes en la Argentina de 1900?
–Si bien he estudiado las dinámicas criminales y urbanas desde mediados del siglo XIX, es conveniente poner el foco en las décadas de 1920 y 1930 porque son momentos de inflexión en que el delito claramente se modifica. Se acentúan los homicidios pasionales y los secuestros de altísimo voltaje; ingresan en circulación con mayor vigor las historias de delincuentes célebres; se repiten conflictos contra los inmigrantes, pero también los delitos callejeros y los engaños cotidianos (a partir del tradicional “cuento del tío”). 
–¿En esa época se desarrollan los “delitos modernos” vinculados al pistolerismo?
–Sí, con la aparición del Ford T y el acceso a nuevas armas, las lógicas delictivas se transformaron. En ese momento emergió la figura del delincuente moderno que confiaba en la fantasía del ascenso social a partir de la delincuencia. Aunque los ciudadanos temían el crimen disfrutaban de la lectura de esas historias oscuras y difusas que los medios vendían en sus secciones policiales. En simultáneo, desembarcaba en el país y comenzaba a consolidarse el imaginario hollywoodense a partir de narrativas que describían las tramas entre los maleantes y las fuerzas de la ley. Siempre me llamó la atención exhibir qué muestra y qué oculta el discurso masivo sobre el delito, desde el punto de vista de la eficacia periodística sobre los lectores. 
–¿Y la policía?
–Se configura como un sujeto social impotente, débil, sobrepasado por la velocidad que adquirieron las bandas que parecen escurrírsele entre las manos. Sin embargo, con el tiempo, se trata de una policía que comienza a modernizarse con la adquisición de los primeros patrulleros y la comunicación vía radios. 
–A diferencia de los vigilantes tradicionales que estaban bastante más desprotegidos…
–Por supuesto, previamente, los vigilantes estaban diseminados en las grillas y solo controlaban las zonas asignadas. Si se enteraban de algún suceso que ocurría en otra latitud era a través del mensaje de los vecinos que, a su vez, sabían de manera fortuita. A partir de los nuevos dispositivos, la situación cambia –al menos parcialmente– ya que disponen de nuevas herramientas tecnológicas y se modifica su campo perceptivo del desorden. No obstante, el monitoreo del espacio público continúa siendo una ilusión. Los relatos mediáticos dejan entrever esta situación cuando se burlan de su accionar –a todas luces– insuficiente ante el incremento del caos urbano.
–A principios de siglo XX también existía la lógica de las coimas que los policías buscaban negociar en la medida en que sus sueldos, históricamente, fueron magros.
–Sí. Esto derriba el mito que se teje alrededor del policía de a pie, el vigilante urbano, que camina los barrios y cuida a los vecinos porteños en esos años. Tiene que ver con un discurso estructural por el que tendemos a pensar que “todo pasado fue mejor”. Desde aquí, la policía de antes sería moralmente pura mientras la actual es totalmente corrupta. Dicho esto, también es cierto que no se pueden establecer equivalencias: una cosa es la pequeña coima barrial y otra la connivencia con el narcotráfico. El poder de la policía siempre es aplicado con discrecionalidad a lo largo de toda la historia. La ecuación es sencilla: como resulta imposible controlar todo, debe escoger qué permitir y qué reprimir.
–¿Qué hay de los códigos? Se suele decir que tanto los policías como los delincuentes ya no tienen los mismos valores de antes. 
–Cada época mira al pasado con ciertos rasgos de nostalgia. Se suele decir que los delincuentes de antes eran “legibles” mientras que los del presente son “ilegibles”. Lo mismo se decía en 1930 cuando aparecieron los pistoleros: en este caso, quebraban todos los códigos porque como manejaban pistolas ya no tenían coraje ni hombría para la lucha cuerpo a cuerpo. Sucede igual cuando los más grandes se refieren a “esta juventud de hoy”. Esa frase se repitió hasta el cansancio en absolutamente todas las épocas. 
–Si muchas de las prácticas que parecían emergentes, en realidad, también se realizaban en el pasado: ¿el crimen, entonces, no se modificó tanto como a priori parecía en el último siglo? 
–Claro que se modificó. Lo que intentaba demostrar era que la contraposición maniquea entre un presente saturado de violencia y un pasado idílico no era tal y que, más allá de las diferencias, existían muchas continuidades de las que se podía dar cuenta. Ahora bien, en las últimas décadas, la radicalización de las desigualdades y el incremento del narcotráfico se han convertido en factores tan centrales en nuestra época que es imposible evadir los cambios en las lógicas criminales. En la medida en que se transformaron nuestras sociedades, también mutó el mundo del hampa. Si bien antes existían hechos de corrupción vinculados, por ejemplo, a la prostitución, a las drogas y a las coimas; en el siglo XXI, el robustecimiento de las redes de narcotráfico es notorio. Hoy la gente desconfía de la policía porque tiene certezas de su relación con la ilegalidad. Los límites siempre han sido difusos.
–Por último, ¿por qué cree que los relatos de criminales que burlan a los estados y a sus fuerzas de seguridad despiertan tanta curiosidad en la gente? La fama mundial de una serie como “La casa de papel” parecería confirmarlo en ese sentido.
–El boom de las ficciones vuelve a estar muy vinculado a las narrativas del delito porque, efectivamente, permiten construir tramas de delincuentes que desafían el control del Estado. Desde Robin Hood hasta esta parte siempre han existido figuras ilegales que hacen justicia económica y social por mano propia; aquellos personajes valientes que se animan a romper las reglas y, sin proponérselo, despiertan algún costado del espectador que se mantenía latente y aún tiene sed de aventura.
En las décadas del 20 y del 30, durante el período de entreguerras, Buenos Aires modifica su fisonomía y los vientos modernizadores también refrescan el mundo delictivo. Se desarrollan, en este sentido, formas inéditas de violencia al tiempo que se democratiza el acceso a tecnologías que invaden una sociedad de consumo en crecimiento constante. El Ford T y el desembarco de nuevas armas habilitan la irrupción de “los pistoleros” que, con un accionar más sofisticado, se despegan del relato clásico que caracterizaba a los bandidos rurales. Al mismo tiempo, la policía estrena los primeros patrulleros y la comunicación vía radios. De este modo, se separa de la imagen nostálgica del vigilante de la cuadra para acercarse con mayor ímpetu a su objetivo histórico: la utopía de controlar la calle. En simultáneo, como los acontecimientos se transforman, otro tanto ocurre con las formas de narrarlos. Los diarios advierten que el relato de una realidad oscura y difusa cautiva lectores. En efecto, se consolidan las secciones policiales a medida que coquetean, cada vez con mayor ahínco, con el sensacionalismo. 
En este escenario, nadie mejor que Lila Caimari para explorar las lógicas del universo criminal a principios de siglo XX y seguir el rastro de los hilos de la historia, para indagar acerca de las rupturas y las continuidades respecto de los tiempos actuales. Es historiadora (UNLP), doctora en Ciencias Políticas (Instituto de Estudios Políticos de París), investigadora del Conicet y docente en la Universidad de San Andrés. Desde aquí, ha publicado diversos libros, entre los que se destacan Apenas un delincuente. Crimen, castigo y cultura en la Argentina, 1880-1955 y Mientras la ciudad duerme. Pistoleros, policías y periodistas en Buenos Aires, 1920-1945 (ambos de Siglo XXI).
–¿Por qué investiga historia criminal, policía y cultura urbana?
–Cuando estudié en Francia descubrí una tradición que despertó mi atención; una perspectiva sociocultural de la historia que indagaba acerca de las construcciones simbólicas colectivas del pasado. Siempre quise descubrir otros mundos a partir de la reconstrucción de aquellos discursos que no provenían de las elites sino de las clases populares.
–Así desembocó en el estudio del mundo del delito.
–Sí, mi objetivo, entonces, fue comprender la realidad a partir de un ingreso por las márgenes y no por los centros. Para ello, necesitaba nutrirme de fuentes materiales que me permitieran recuperar voces que no se hallaban en los espacios estatales habituales. Cuando arranqué a investigar el mundo del delito advertí que si bien se trataba de una temática abordada por antropólogos y sociólogos, no se había producido demasiado desde el campo de la historia. Y a ello le sumé una preocupación que arrastraba desde joven: nunca quise hacer historias de nicho, textos herméticos que solo fuesen leídos por un círculo de especialistas. Quería que mis libros cautivaran a otros lectores, más allá de la academia. 
–¿Qué características asumían los crímenes en la Argentina de 1900?
–Si bien he estudiado las dinámicas criminales y urbanas desde mediados del siglo XIX, es conveniente poner el foco en las décadas de 1920 y 1930 porque son momentos de inflexión en que el delito claramente se modifica. Se acentúan los homicidios pasionales y los secuestros de altísimo voltaje; ingresan en circulación con mayor vigor las historias de delincuentes célebres; se repiten conflictos contra los inmigrantes, pero también los delitos callejeros y los engaños cotidianos (a partir del tradicional “cuento del tío”). 
–¿En esa época se desarrollan los “delitos modernos” vinculados al pistolerismo?
–Sí, con la aparición del Ford T y el acceso a nuevas armas, las lógicas delictivas se transformaron. En ese momento emergió la figura del delincuente moderno que confiaba en la fantasía del ascenso social a partir de la delincuencia. Aunque los ciudadanos temían el crimen disfrutaban de la lectura de esas historias oscuras y difusas que los medios vendían en sus secciones policiales. En simultáneo, desembarcaba en el país y comenzaba a consolidarse el imaginario hollywoodense a partir de narrativas que describían las tramas entre los maleantes y las fuerzas de la ley. Siempre me llamó la atención exhibir qué muestra y qué oculta el discurso masivo sobre el delito, desde el punto de vista de la eficacia periodística sobre los lectores. 
–¿Y la policía?
–Se configura como un sujeto social impotente, débil, sobrepasado por la velocidad que adquirieron las bandas que parecen escurrírsele entre las manos. Sin embargo, con el tiempo, se trata de una policía que comienza a modernizarse con la adquisición de los primeros patrulleros y la comunicación vía radios. 
–A diferencia de los vigilantes tradicionales que estaban bastante más desprotegidos…
–Por supuesto, previamente, los vigilantes estaban diseminados en las grillas y solo controlaban las zonas asignadas. Si se enteraban de algún suceso que ocurría en otra latitud era a través del mensaje de los vecinos que, a su vez, sabían de manera fortuita. A partir de los nuevos dispositivos, la situación cambia –al menos parcialmente– ya que disponen de nuevas herramientas tecnológicas y se modifica su campo perceptivo del desorden. No obstante, el monitoreo del espacio público continúa siendo una ilusión. Los relatos mediáticos dejan entrever esta situación cuando se burlan de su accionar –a todas luces– insuficiente ante el incremento del caos urbano.
–A principios de siglo XX también existía la lógica de las coimas que los policías buscaban negociar en la medida en que sus sueldos, históricamente, fueron magros.
–Sí. Esto derriba el mito que se teje alrededor del policía de a pie, el vigilante urbano, que camina los barrios y cuida a los vecinos porteños en esos años. Tiene que ver con un discurso estructural por el que tendemos a pensar que “todo pasado fue mejor”. Desde aquí, la policía de antes sería moralmente pura mientras la actual es totalmente corrupta. Dicho esto, también es cierto que no se pueden establecer equivalencias: una cosa es la pequeña coima barrial y otra la connivencia con el narcotráfico. El poder de la policía siempre es aplicado con discrecionalidad a lo largo de toda la historia. La ecuación es sencilla: como resulta imposible controlar todo, debe escoger qué permitir y qué reprimir.
–¿Qué hay de los códigos? Se suele decir que tanto los policías como los delincuentes ya no tienen los mismos valores de antes. 
–Cada época mira al pasado con ciertos rasgos de nostalgia. Se suele decir que los delincuentes de antes eran “legibles” mientras que los del presente son “ilegibles”. Lo mismo se decía en 1930 cuando aparecieron los pistoleros: en este caso, quebraban todos los códigos porque como manejaban pistolas ya no tenían coraje ni hombría para la lucha cuerpo a cuerpo. Sucede igual cuando los más grandes se refieren a “esta juventud de hoy”. Esa frase se repitió hasta el cansancio en absolutamente todas las épocas. 
–Si muchas de las prácticas que parecían emergentes, en realidad, también se realizaban en el pasado: ¿el crimen, entonces, no se modificó tanto como a priori parecía en el último siglo? 
–Claro que se modificó. Lo que intentaba demostrar era que la contraposición maniquea entre un presente saturado de violencia y un pasado idílico no era tal y que, más allá de las diferencias, existían muchas continuidades de las que se podía dar cuenta. Ahora bien, en las últimas décadas, la radicalización de las desigualdades y el incremento del narcotráfico se han convertido en factores tan centrales en nuestra época que es imposible evadir los cambios en las lógicas criminales. En la medida en que se transformaron nuestras sociedades, también mutó el mundo del hampa. Si bien antes existían hechos de corrupción vinculados, por ejemplo, a la prostitución, a las drogas y a las coimas; en el siglo XXI, el robustecimiento de las redes de narcotráfico es notorio. Hoy la gente desconfía de la policía porque tiene certezas de su relación con la ilegalidad. Los límites siempre han sido difusos.
–Por último, ¿por qué cree que los relatos de criminales que burlan a los estados y a sus fuerzas de seguridad despiertan tanta curiosidad en la gente? La fama mundial de una serie como “La casa de papel” parecería confirmarlo en ese sentido.
–El boom de las ficciones vuelve a estar muy vinculado a las narrativas del delito porque, efectivamente, permiten construir tramas de delincuentes que desafían el control del Estado. Desde Robin Hood hasta esta parte siempre han existido figuras ilegales que hacen justicia económica y social por mano propia; aquellos personajes valientes que se animan a romper las reglas y, sin proponérselo, despiertan algún costado del espectador que se mantenía latente y aún tiene sed de aventura.
Fuente: Página 12. 

 

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