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26/11/2018

 

Se estrena Julia y el zorro, la nueva película de Inés María Barrionuevo, presentada hace dos meses en la sección Nuevos Directores del Festival de San Sebastián y premiada hace unos días en la competencia argentina del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Una mujer, su hija, el duelo, una casona de Córdoba: cierta lógica de ensueño y el aire de fábula sin moraleja marcan este largometraje bello y triste, una reflexión incierta sobre la pérdida.
La nueva película de Inés María Barrionuevo.Se estrena Julia y el zorro, la nueva película de Inés María Barrionuevo, presentada hace dos meses en la sección Nuevos Directores del Festival de San Sebastián y premiada hace unos días en la competencia argentina del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Una mujer, su hija, el duelo, una casona de Córdoba: cierta lógica de ensueño y el aire de fábula sin moraleja marcan este largometraje bello y triste, una reflexión incierta sobre la pérdida.

 

 

La película comienza como un cuento infantil sobre un zorro y su cola. En realidad es la historia de Julia, luego de su llegada a la ciudad cordobesa de Unquillo, a una casa abandonada por el tiempo y el olvido, por las voces del pasado que ahora yacen allí como dispersos fantasmas, como recuerdos de un tiempo que se extingue. Y también es la historia del zorro, austero visitante de las noches estrelladas, al que Julia divisa entre la árida vegetación invernal, en busca de comida, o tal vez compañía para el secreto dolor que lo aqueja. La fábula del zorro orgulloso y su cola perdida resuena en el plano vacío como un retazo de un tiempo feliz que se ha ido, como un lazo entre Julia y su hija Emma que parece hoy suspendido, como los últimos ecos de un duelo que nunca se acaba. El segundo largometraje de Inés María Barrionuevo, estrenado hace dos meses en la sección Nuevos Directores del Festival de San Sebastián y premiado hace unos días con una mención especial en la competencia argentina del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, recorre con los opacos colores del invierno el lento viaje que implica toda despedida, de aquello que quisimos, que todavía extrañamos, que solo nos ha dejado el vacío. 
La casona a la que llegan Julia y Emma guarda en sus paredes los rastros de los ocasionales usurpadores, de improvisados humoristas, de los amantes de lo ajeno. La heladera ya no está y de ella solo parece haber quedado el frío que invade los largos pasillos, los inmensos ambientes, la incierta relación que une a madre e hija. Julia es actriz pero su oficio no le sirve para reinventar su propia vida, para hallar en el papel de madre o viuda las coordenadas de ese nuevo presente. Celebrada en el Festival de Berlín de 2014 por su ópera prima Atlántida, Barrionuevo se revela como una cineasta aguda y observadora. Su mirada fragmenta el espacio alrededor de su personaje, asediado por los marcos de las puertas, por los reflejos de las ventanas, por los pálidos colores de la vegetación del invierno. Julia siempre está en tránsito, arrinconada en la cama en la que duerme, partida por el espejo en el que se mira, corrida del centro del encuadre por ese pulso insistente que la muestra desplazada. La aparición de Gaspar, un amigo que ensaya una obra y milita por la conservación del agua potable en el pueblo, apenas parece contagiarla de verdadero entusiasmo, del deseo de volver a bailar luego de una dolorosa operación de rodilla, del ansia de compartir momentos con el mundo vivo luego de la estela trágica de un accidente.  
“Ya no soy joven”, repite una y otra vez esa Julia a la que Umbra Colombo viste de una melancolía amarga e incómoda, en la que su malhumor se entreteje con su deseo latente, con su contenida impotencia, con su amor ahogado. La que sí es joven es Emma, de apenas 12 años, en su temprana adolescencia que le permite evocar el recuerdo de su padre con calidez y cercanía, que se desprende de tabúes y pasa una noche de camping con el chico que le gusta. El impulso de Emma por encontrar su propio rumbo está en los trazos de incipiente autonomía que la definen: la firmeza en su cabalgar, la temprana seguridad en las conversaciones con su madre, el dominio del arte de hacer una tortilla. La joven Victoria Castello Arzubialde le brinda a Emma un rostro de expresiones concisas, exento de estridencias, cuya clave está en las miradas sostenidas y en esa paciente reflexión que parece concentrarse en su mirada. Contener en el espacio esa misteriosa distancia que se agita entre madre e hija es todo un mérito de la directora, como si pudiera sugerir, en esos largos planos de caminatas nocturnas o en los silenciosos desayunos que comparten, el eslabón ausente que las separa.
Julia y el zorro se afirma sobre el tiempo de la espera. Julia espera que la casa se venda, Gaspar que se estrene la obra que ensaya, Emma que actúe el hombre bala que prometen los carteles de un espectáculo local. Pero esas esperas se dilatan indefinidamente: la casa se resiente frente al peso de la intemperie, la obra se interrumpe entre obstáculos e incidentes, el hombre bala se demora hasta una desaparición casi mágica, coronada por el conjuro del zorro y la fábula de la cola perdida. Esos momentos de suspensión del tiempo, de prolongada dilación de las acciones, en los que la cámara parece apartarse del recorrido lineal del relato y asumir la lógica del sueño, es cuando la película despliega el tejido de las emociones, esas que parecen escaparse a toda dimensión de lo visible. Entonces Julia baila un tango pese a las marcas de muerte que la persiguen, interpreta una escena teatral hasta el límite del llanto desgarrador, se masturba en soledad con angustia, se deja seducir por una chica del pueblo, se pierde en los límites del bosque frente a los ojos del zorro que la observa como mágico prestidigitador. 
A diferencia del rigor que regía la puesta en escena de La luz incidente de Ariel Rotter, en la que el duelo se configuraba en un blanco y negro acerado, deudor de las tácitas normas sociales que impulsaban la reconstrucción familiar después de la pérdida, Barrionuevo apaga su paleta de colores pero consagra su libertad más allá de los límites del encuadre, en la profundidad de los exteriores agrestes y silenciosos, en la ambigüedad que asumen los actos de Julia, en la creciente opresión que casi parece percibirse como autoimpuesta. Lo que en la película de Rotter era social, regido por un mundo de ceremonias y convenciones, aquí emana de un interior asediado por miedos e incertidumbres, por un intento de encontrar un rumbo que no está prefijado, que nunca es explícito, que asume la impronta de una fábula sin moralejas. Ni el oficio de Julia, ni la destreza de su cuerpo, ni la experiencia de la maternidad, ni la amistad recobrada terminan de ser los ensayos de una vida que todavía no cobra forma. Es el incierto viaje del zorro, temeroso de las burlas por esa cola perdida y por esa congoja que resulta indecible, el que ofrece el mejor espejo para Julia. Son sus ojos los que asoman en la noche, llenos de temor y secreto desafío. Es su historia, entonces, la que ahora puede empezar a contarse.
La película comienza como un cuento infantil sobre un zorro y su cola. En realidad es la historia de Julia, luego de su llegada a la ciudad cordobesa de Unquillo, a una casa abandonada por el tiempo y el olvido, por las voces del pasado que ahora yacen allí como dispersos fantasmas, como recuerdos de un tiempo que se extingue. Y también es la historia del zorro, austero visitante de las noches estrelladas, al que Julia divisa entre la árida vegetación invernal, en busca de comida, o tal vez compañía para el secreto dolor que lo aqueja. La fábula del zorro orgulloso y su cola perdida resuena en el plano vacío como un retazo de un tiempo feliz que se ha ido, como un lazo entre Julia y su hija Emma que parece hoy suspendido, como los últimos ecos de un duelo que nunca se acaba. El segundo largometraje de Inés María Barrionuevo, estrenado hace dos meses en la sección Nuevos Directores del Festival de San Sebastián y premiado hace unos días con una mención especial en la competencia argentina del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, recorre con los opacos colores del invierno el lento viaje que implica toda despedida, de aquello que quisimos, que todavía extrañamos, que solo nos ha dejado el vacío. 
La casona a la que llegan Julia y Emma guarda en sus paredes los rastros de los ocasionales usurpadores, de improvisados humoristas, de los amantes de lo ajeno. La heladera ya no está y de ella solo parece haber quedado el frío que invade los largos pasillos, los inmensos ambientes, la incierta relación que une a madre e hija. Julia es actriz pero su oficio no le sirve para reinventar su propia vida, para hallar en el papel de madre o viuda las coordenadas de ese nuevo presente. Celebrada en el Festival de Berlín de 2014 por su ópera prima Atlántida, Barrionuevo se revela como una cineasta aguda y observadora. Su mirada fragmenta el espacio alrededor de su personaje, asediado por los marcos de las puertas, por los reflejos de las ventanas, por los pálidos colores de la vegetación del invierno. Julia siempre está en tránsito, arrinconada en la cama en la que duerme, partida por el espejo en el que se mira, corrida del centro del encuadre por ese pulso insistente que la muestra desplazada. La aparición de Gaspar, un amigo que ensaya una obra y milita por la conservación del agua potable en el pueblo, apenas parece contagiarla de verdadero entusiasmo, del deseo de volver a bailar luego de una dolorosa operación de rodilla, del ansia de compartir momentos con el mundo vivo luego de la estela trágica de un accidente.  
“Ya no soy joven”, repite una y otra vez esa Julia a la que Umbra Colombo viste de una melancolía amarga e incómoda, en la que su malhumor se entreteje con su deseo latente, con su contenida impotencia, con su amor ahogado. La que sí es joven es Emma, de apenas 12 años, en su temprana adolescencia que le permite evocar el recuerdo de su padre con calidez y cercanía, que se desprende de tabúes y pasa una noche de camping con el chico que le gusta. El impulso de Emma por encontrar su propio rumbo está en los trazos de incipiente autonomía que la definen: la firmeza en su cabalgar, la temprana seguridad en las conversaciones con su madre, el dominio del arte de hacer una tortilla. La joven Victoria Castello Arzubialde le brinda a Emma un rostro de expresiones concisas, exento de estridencias, cuya clave está en las miradas sostenidas y en esa paciente reflexión que parece concentrarse en su mirada. Contener en el espacio esa misteriosa distancia que se agita entre madre e hija es todo un mérito de la directora, como si pudiera sugerir, en esos largos planos de caminatas nocturnas o en los silenciosos desayunos que comparten, el eslabón ausente que las separa.
Julia y el zorro se afirma sobre el tiempo de la espera. Julia espera que la casa se venda, Gaspar que se estrene la obra que ensaya, Emma que actúe el hombre bala que prometen los carteles de un espectáculo local. Pero esas esperas se dilatan indefinidamente: la casa se resiente frente al peso de la intemperie, la obra se interrumpe entre obstáculos e incidentes, el hombre bala se demora hasta una desaparición casi mágica, coronada por el conjuro del zorro y la fábula de la cola perdida. Esos momentos de suspensión del tiempo, de prolongada dilación de las acciones, en los que la cámara parece apartarse del recorrido lineal del relato y asumir la lógica del sueño, es cuando la película despliega el tejido de las emociones, esas que parecen escaparse a toda dimensión de lo visible. Entonces Julia baila un tango pese a las marcas de muerte que la persiguen, interpreta una escena teatral hasta el límite del llanto desgarrador, se masturba en soledad con angustia, se deja seducir por una chica del pueblo, se pierde en los límites del bosque frente a los ojos del zorro que la observa como mágico prestidigitador. 
A diferencia del rigor que regía la puesta en escena de La luz incidente de Ariel Rotter, en la que el duelo se configuraba en un blanco y negro acerado, deudor de las tácitas normas sociales que impulsaban la reconstrucción familiar después de la pérdida, Barrionuevo apaga su paleta de colores pero consagra su libertad más allá de los límites del encuadre, en la profundidad de los exteriores agrestes y silenciosos, en la ambigüedad que asumen los actos de Julia, en la creciente opresión que casi parece percibirse como autoimpuesta. Lo que en la película de Rotter era social, regido por un mundo de ceremonias y convenciones, aquí emana de un interior asediado por miedos e incertidumbres, por un intento de encontrar un rumbo que no está prefijado, que nunca es explícito, que asume la impronta de una fábula sin moralejas. Ni el oficio de Julia, ni la destreza de su cuerpo, ni la experiencia de la maternidad, ni la amistad recobrada terminan de ser los ensayos de una vida que todavía no cobra forma. Es el incierto viaje del zorro, temeroso de las burlas por esa cola perdida y por esa congoja que resulta indecible, el que ofrece el mejor espejo para Julia. Son sus ojos los que asoman en la noche, llenos de temor y secreto desafío. Es su historia, entonces, la que ahora puede empezar a contarse.
Fuente: Página 12. 

 

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