Berlín fue, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, un foco permanente de discordias entre los antiguos aliados, convertidos en 1945 en administradores de una ciudad que era la expresión más visible de la Guerra Fría.
La escalada de tensión estalló el 13 de agosto de 1961, cuando por orden del presidente de la República Democrática Alemana (RDA), Walter Ulbricht, comenzaron las obras del “Muro de Protección Antifascista”, que separaría el Berlín comunista de las zonas controladas por la República Federal de Alemania (RFA), aliada de las potencias occidentales.
“Nadie tiene la intención de levantar un muro‘, había afirmado el jefe de Estado de la RDA en junio de 1961, mientras, en las afueras de Berlín, se almacenaban kilómetros de alambradas fabricadas a ritmo vertiginoso, toneladas de bloques de hormigón, ladrillos y cemento. Las autoridades soviéticas estaban dispuestas a poner fin al daño económico y al mal ejemplo que representaba la fuga masiva de alemanes del este al oeste, debido a la estricta represión política y a una fuerte crisis económica.
Mejor un muro que una guerra, fue la consigna del presidente estadounidense John F. Kennedy. Dieciséis años después del fin de la Segunda Guerra Mundial, nadie quería arriesgarse a una nueva confrontación armada. Así, mientras las otras tres potencias aliadas que tutelaban el sector occidental -EE.UU., Reino Unido y Francia- dejaban hacer, se alzaba la infame valla, que estuvo terminada en apenas cuarenta y ocho horas.
Durante las casi tres décadas de su existencia, se prolongó 43 kilómetros por la ciudad y un total de 165,7 kilómetros por toda Alemania, produciendo separaciones de familias enteras, la puesta a prueba de técnicas de interrogatorio y una gran mancha de sangre.
UN DESEO DE LIBERTAD
Unas 138 personas que trataron de cruzarlo para escapar hacia la zona occidental perdieron la vida, aunque algunas organizaciones elevan este número por encima de los mil. Asimismo, 17 millones de personas, ciudadanos de la Alemania oriental, quedaron sometidas a un régimen dictatorial que les impedía expresar sus opiniones libremente y que no les permitía salir de su territorio.
Sin embargo, el deseo de libertad fue para muchos más grande aún que la altura del muro. Ni las alambradas, las torres de vigilancia o los alambres de púas lograron impedir que muchos se embarcasen en una arriesgada huida.
La primera víctima de la también conocida como “franja de la muerte” fue Ida Siekmann, quien falleció el 22 de agosto de 1961 al tratar de cruzar la barrera saltando desde un tercer piso; el último, el camarero de 20 años Chris Gueffroy, que murió el 6 de febrero de 1989, cuando intentaba huir de la RDA pero fue interceptado y fusilado.
El 9 de noviembre de ese mismo año, los berlineses empezaron a atravesar el muro en masa y a derribarlo con las herramientas que tenían a mano, después de que el miembro del Politburó de la RDA Günter Schabowski leyese inesperadamente ante la prensa el comunicado por el cual las fronteras quedaban abiertas.
“¿Cuándo entra en vigor esta nueva medida?‘, preguntó el periodista italiano Riccardo Ehrmann. Tras buscar sin éxito en sus papeles, Schabowski contestó: “Inmediatamente”, y la ciudad de Berlín estalló en una oleada de entusiasmo colectivo.
Miles de berlineses del este se concentraron en torno a los puntos de control con el objetivo de acceder al sector occidental. A las diez de la noche se abrió el paso de la Bornholmer Strasse, que acababa con 28 años de separación entre las dos partes de Berlín y de Alemania y anunciaba el principio del fin del bloque comunista.
LA GENERACIÓN DE 1989
Hasta ahora no se sabe si la respuesta de Schabowski constituyó un error, puesto que el Politburó preveía que la gente comenzara a viajar al oeste a la mañana siguiente y de manera ordenada. El resultado, sin embargo, fue el caos con final feliz.
Hoy, aquel continente dividido, y en buena parte ocupado militarmente, es un continente prácticamente unificado donde se gozan de los mayores niveles de libertad y de bienestar del mundo. Pese a que los traumas que dejó el muro no han desaparecido, las diferencias entre el este y el oeste de Alemania se han ido diluyendo.
Las generaciones más jóvenes, que no han visto su país dividido, no se sienten identificadas con este episodio histórico. “Lo hemos estudiado, sabemos que es una fecha relevante, pero no tenemos conexión con este acontecimiento. De hecho, en la enseñanza secundaria le dan mucha más importancia a la Segunda Guerra Mundial”, explica Helen Suenja, una chica de 25 años que estudia un máster de Economía en Berlín.
Por su parte, Daniel Rohde, estudiante de Derecho en Berlín y nacido también en 1989, afirma que en su ciudad la frontera este-oeste es “poco” perceptible: “Quizá si te alejas del centro, se pueden notar diferencias en el diseño de los edificios, como también en el precio de los alquileres, que son más baratos; pero a día de hoy las dos partes están integradas”, añade.
Sin embargo, pese a los logros conquistados para equiparar las condiciones de vida en el este del país, Marina Schön, estudiante de Administración y Dirección de Empresas en Múnich, asegura que la economía de la Alemania oriental está aún “distante” de la occidental.
Fuente: El Litoral