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Sarah Maciel: memorias de un siglo - Cultura y Entretenimiento

27/08/2016

De una infancia que tuvo su paso por la casa más antigua del país, del tiempo en que el Parque del Sur no era ni siquiera un proyecto, de estudios y docencia, de viajes por el mundo y un presente en el silencio agreste de Rincón, habla este encuentro con una lúcida mujer de cien años.

Es domingo. No lejos del rumor creciente de los vehículos que transitan por el albardón de la Ruta Provincial 1, en una quinta del viejo Rincón que permanece fiel a sí misma, nos espera Sarah Felicitas Maciel Gollán con sus lúcidos cien años llenos de recuerdos.

Dentro del pueblo, los sonidos se apagan. Al punto que pueden escucharse los gorjeos de los pájaros y las voces de los vecinos que pasan caminando por la calle. Para quien llega de la ciudad, reaparecen sonidos identificables de otros tiempos; aquellos que en el fárrago urbano se mezclan en una confusa masa ruidosa.

San José del Rincón ha cambiado mucho en las últimas décadas, pero conserva fragmentos de su tejido originario, muestras de aquella convivencia lejana entre criollos de la Costa y gentes del centro, de aquel encuentro que entre fines del siglo XIX y comienzos del XX crecería sobre esos arenales de aluvión bajo el signo de una amistosa vecindad, simbolizada por el desarrollo de un caserío que entretejía en el mismo espacio las modestas casas de las familias ribereñas y las fincas de fin de semana y de largas temporadas veraniegas que erigían para su descanso quienes habitaban en la ciudad.

En la casa de los Maciel, ícono de Rincón, nos reciben su actual propietaria, a quien todos llaman Sarita, diminutivo cargado de afecto, y Yolanda “Yoli” Pogliani, viuda de su sobrino Juan Ignacio Gasparotti Maciel, quien la acompaña tanto como Sarita, en su momento, acompañara a sus mayores. También está su sobrino nieto Francisco, y sus sobrinos bisnietos Juan Cruz Gasparotti -en los tramos finales de su carrera de Medicina-, hijo, a su vez, de “Juanchi” Gasparotti, también padre de Sofía, Rosario y Ema, quienes observan la entrevista acompañadas por su mamá, Sofía Estrada.

Hay clima de familia, la calidez humana entibia el viejo y frío caserón que dibuja una “u” sobre el plano del jardín enverdecido por distintos tipos de árboles y plantas. Y que en el eje de esa “u” ofrece una curiosidad: un aljibe, que aún funciona, con su cisterna subterránea que recoge a través de un sistema conductor el agua de lluvia que colectan los techos inclinados; y que se alinea con un pozo de agua, calzado con ladrillos, que metros más allá y a la manera antigua, junta el líquido de la napa.

DOS CASAS, UNA VIDA

Adentro, las habitaciones sucesivas acumulan muebles y objetos de distintas épocas, lo que le da una apariencia de museo, aunque la diferencia está en que se trata de una casa en uso. Lo más llamativo quizá sea una cama matrimonial con dosel y baldaquino, tallada por la gubia neoclásica de un artesano de época napoleónica y que está en la familia desde hace dos siglos.

Este, como otros objetos, proviene de la familia Diez de Andino, de la que Sarah también desciende, lo que me da pie para preguntarle sobre otra casa, la más antigua del país, que Bartolomé Diez de Andino comprara en 1742, y en la que ella jugara de chica. Me refiero a la que en 1940 fue expropiada a su familia por el gobierno de Manuel María de Iriondo como parte del proyecto de creación del Parque Cívico del Sur. Es más, según la tradición oral, cuando ya se habían demolido las habitaciones que daban sobre la actual Av. Illia, frente al lateral este de la Casa de Gobierno, el Dr. Juan Maciel, que integraba el estudio jurídico del que también formaba parte el gobernador, logró que se detuviera la demolición y que la casa se destinara a museo. Fue un acierto, porque pese a la pérdida de habitaciones, Santa Fe conserva una residencia única en el país, con algunos paños de pared que proceden de fines del 1600, ámbitos que hoy albergan al Museo Histórico Provincial Brig. Gral. Estanislao López, pero que en las décadas del 20 y el 30 fueron espacios domésticos habituales para Sarah Maciel Gollán.

Ella, en rigor, vivía en la casa contigua, frente al portón del colegio de los jesuitas sobre calle 3 de Febrero. Allí nació el 22 de marzo de 1916 en el hogar formado por Juan Gabriel Maciel y Alicia Gollán Marull, en tanto que la casa histórica pertenecía a sus abuelos: Daniel Gollán y Felicitas Marull Coll Diez de Andino, descendiente de Bartolomé, próspero comerciante y uno de los hombres más ricos de la Santa Fe del siglo XVIII.

Entre una y otra casa discurrirá la infancia, la adolescencia y parte de la juventud de Sarita y sus nueve hermanos; tanto como en la de otra casa cercana, la de los abuelos Maciel, que se levantaba al este del actual edificio del Museo Etnográfico, “donde está la escultura del señor al que le falta un brazo”, precisa Sarita en referencia a la siempre depredada estatua del poeta Julio Migno.

Nuestra entrevistada habla de un tiempo en el que el Parque del Sur no era siquiera un proyecto, y ese barrio, ubicado en el extremo más antiguo de la ciudad, estaba poblado por casas que se tirarán abajo a partir de 1940. Sarah recuerda, con una intensidad que le ilumina el rostro, que los fondos de la casa de los Maciel daban sobre la barranca -aún no existía el terraplén que separaría el río del lago artificial del Sur- y que a menudo bajaban con su padre a pescar mojarritas.

Pero los mejores programas de sus años de infancia y juventud tendrán lugar en la casona de Rincón, que su padre comprara, ya construida, en 1918, y de la que 98 años después ella es propietaria. Aquí conserva muñecas con las que jugaba de niña, así como porcelanas de miniatura con las que aprendían a preparar infusiones y servir la mesa mientras jugaban divertidos, entrenamiento común en las casas principales, tanto como el de la introducción a los secretos de la cocina, práctica a la que Sarita no era demasiado afecta. “Cocinaba bien, pero poco” afirma, mientras evoca a Mercedes Cullen -a quien conoció- autora de un libro que en su momento dio que hablar, “La cocinera criolla”, trabajo que reunía las mejores recetas de las viejas familias santafesinas. Más aún, comenta que solía ir a las reuniones de degustación de platos que aquella pionera de la gastronomía realizaba en la sala del Cine Charmant, con rifas incluidas.

DE DISFRUTES Y RESPONSABILIDADES

Pero a ella, en verdad, le gustaban otras cosas. Disfrutaba de la lectura, especialmente la poesía; estudiaba piano y francés, lengua que llegó a dominar y practicar en sus muchos viajes a Europa. También solía ir al cine y al teatro, y gozaba del arte. Pero en general no salía demasiado. Era una chica de su casa.

En el caso de Sarah, el interés por el conocimiento era genuino, al punto que será durante años profesora de Geografía en el Colegio Nacional Simón de Iriondo. En este sentido, sus viajes por el mundo, que incluyen al lejano Japón, eran más que un dato de clase de la época, constituían oportunidades de ampliar, mediante vivencias directas, los conocimientos adquiridos a través de los libros y conjugar ambas fuentes de aprendizaje para compartirlas con sus alumnos.

Lo que siempre le atrajo fue el silencio agreste de Rincón y, durante las temporadas, las cabalgatas con hermanos y amigos, sobre todo una que solían hacer en el campo de unos conocidos -la familia Amici- donde aún se podían recorrer fragmentos de selva en galería junto a las orillas del arroyo Ubajay. Atrás había quedado el tiempo de los juegos infantiles que incluían los movimientos en una hamaca que su padre le regaló cuando tenía siete años y que todavía se conserva -intacta- en una galería de la casona de Rincón.

Con el paso de los años, luego de la muerte de su padre, a quien cuidó hasta último momento, Sarah se fue a Buenos Aires para acompañar a una tía que vivía sola, y con la que compartió varios viajes al extranjero. Lo cierto es que vivió 38 años en Capital Federal, para volver al cabo a su ciudad natal, a la quinta de Rincón, donde dio sus primeros pasos, y al afecto de su familia, que hoy la acompaña y la cuida.

Sarah desgrana recuerdos ante la mirada atenta de sus sobrinos bisnietos que, sin saberlo a conciencia, incorporan información de unos doscientos años de historia santafesina (porque su tía habla del tiempo de sus abuelos como si vivieran). La conversación fluye con naturalidad, y la mujer que en un siglo no ha tenido una enfermedad importante, lo hace con una lucidez que no sólo se expresa en su memoria, sino en su gestualidad, en su mirada y en su físico, que por infrecuentes dones de la genética, disimulan el paso de los años.

Fuente: El Litoral

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