Las líneas de un rostro se despliegan, con rigor fotográfico, sobre una huella de grafito estampada con pulso humano en una hoja de papel. Más allá del debate sobre su contenido artístico, la impresión que causa la destreza del ilustrador genera una inapelable certeza: un dibujo hiperrealista causa el asombro inevitable ante la confirmación de que es copia exacta de una imagen real.
Conocido también como superrealismo, realismo fotográfico y fotorrealismo, este movimiento pictórico surgido en los 60 que pretende desafiar los límites de la técnica hasta alcanzar la reproducción casi fotográfica de la realidad.
Natalia Véliz y Sebastián Spamer son dos artistas que, desde hace años, exploran este estilo. “Cada uno de estos dibujos exige mucha dedicación -aclara Spamer-; algunos me llevaron hasta dos meses trabajando diez horas diarias”. Véliz también hace hincapié en la dedicación que demanda el género: “pasé noches enteras sin dormir para terminar un dibujo”.
Ambos desarrollaron el amor por esta clase de dibujos desde niños. El primer lienzo de Véliz fue las paredes de la casa de su abuelo, las que coloreaba con tanto ímpetu y frecuencia que, en vez de censurarla, su familia decidió esperar a que crezca para volver a pintar la casa. De las paredes del abuelo en su infancia pasó a los bancos del colegio en la adolescencia y, en su juventud, decidió hacerlo sobre la piel de las personas; entonces aprendió a tatuar. Finalmente encontró en los retratos hiperrealistas la contención para tanto vigor. “Estudié sonorización y diseño gráfico, hasta que comprendí que no podía seguir huyendo del dibujo -cuenta-. Comencé a insistir en los retratos de ancianos, que tienen muchas arrugas y mucha textura; me puse más obsesiva con los detalles y eso me fue llevando hasta llegar a este nivel en la técnica”.
Un caso similar es el de Spamer, quien asegura que en el más lejano de sus recuerdos se ve a él mismo como un niño frente a un papel, con un lápiz en la mano. El dibujante no eligió llevar su capacidad a los niveles del hiperrealismo, simplemente fue algo espontáneo, inherente a su cotidianeidad: “no puedo explicarlo, para mí siempre fue natural pasar dibujando 10 o 12 horas al día”.
El movimiento hiperrealista de hace medio siglo duró muy poco pero hubo muchos cultores de la disciplina. Algunos de sus referentes son Chuck Close, estadounidense pionero en la materia, y Helmut Ditsch, un argentino que actualmente reproduce paisajes de naturaleza intensa, como la inmensidad de un desierto o el mar, glaciares gigantescos o altas cumbres nevadas, todo en gran escala y sobre enormes lienzos. Su “Cosmigonón” fue comprada el año pasado por una consultora europea en U$S 1,5 millón y se constituyó así en récord para un artista argentino vivo.
Alejandro Toloza, profesor de dibujo de la Facultad de Artes de la UNT, advierte que no hay que confundir habilidad con creatividad. “Existe una confusión respecto a la creencia de que mientras más hiperrealista es algo, mejor y más artístico es; esto no necesariamente es así”. Spamer coincide con su afirmación: “si carece de contenido o de un mensaje profundo, es sólo una imagen que se parece a lo real y por eso muchas veces no se la declara como una obra de arte”.
En búsqueda o no de una meta artística, la dedicación que implica perfeccionar una técnica es, en sí mismo, algo placentero para quien elige este camino. Hay un disfrute en la concentración, la disciplina y el tiempo que demanda el dibujo. Un placer obtenido en la obsesión por el detalle. “Es regocijarse llevando una técnica a su máxima expresión, lo cual es una especie de premio para el dibujante”, opina Tolosa. “El que dibuja sabe que eso que está haciendo es el punto máximo”, agrega.
Véliz sostiene que, cuando tiene frente a ella una superficie en blanco y lápiz en la mano, el mundo que la rodea cede para dar lugar a un espacio que le es propio, apacible y confortable. “Cuando dibujo no existe nadie. El dibujo es mi salvavidas, el lugar a donde voy y puedo estar tranquila. Es un lugar a donde yo quiero ir, a ser yo misma y estar cómoda, relajarme. Por eso nunca lo hago enojada ni a modo de catarsis. Siempre va a ser un sitio al que quiero recurrir de un modo sano”, describe.
El chispazo y la hoguera
Toloza enuncia una frase definitiva: “la obra de arte no está en la copia, sino en la creación de un original”. La perplejidad colectiva no escapa a la punzante y estremecedora percepción de volumen y tridimensionalidad reales emulados con herramientas tan simples como un lápiz y una hoja en blanco. “El público se asombra cuando ve uno de estos dibujos -relata Spamer-. Pero si no va acompañado de un contenido más profundo es sólo un chispazo que dura dos segundos y a los cinco minutos nos sentís nada”.
Los dibujantes dejan en claro que el chispazo de la primera impresión que logra la técnica, se convierte en hoguera que perdura cuando interviene el arte.
Fuente: La Gaceta