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Arte: todo lo que puede haber detrás de un biombo
La retrospectiva del uruguayo Carlos Federico Sáez en el Museo Nacional de Artes Visuales de Montevideo descubre los complejos engranajes de la pintura y plantea nuevos interrogantes acerca de la obra de un pintor que murió muy joven y ganó fama por sus retratos melancólicos aunque pudo haber sido un abstracto avant la lettre.
Esta es otra forma de entender, de leer, aquel mapa invertido de América que Joaquín Torres García convirtió en manifiesto y que el tiempo diseminó como souvenir iconográfico del Uruguay. Todo al revés. ¿Y si el arte abstracto no empezó tal como se dice con los escritos de Kandinsky? ¿Y si el arte moderno de Estados Unidos no amaneció exactamente en Long Island con Jackson Pollock? Estas preguntas podrían dar la vuelta hoy mismo a Montevideo en esos buses grises (tan Good Bye Lenin!) que promocionan con un banner la muestra Un mirar habitado en el Museo Nacional de Artes Visuales. La mayor reunión de obras de Carlos Federico Sáez desde su muerte en 1901.
Ninguna historia del arte ha puesto estas preguntas en consideración, pues de Sáez se sabe que fue un artista uruguayo que murió demasiado joven a los veintidós y dejó un álbum de retratos figurativos asombrosos. Dandi de Roma y de Montevideo; de dedos largos como los de un Rubinstein y de manos enjoyadas como las de una Mata Hari; de incipiente melena al medio como la de Oscar Wilde y de mirar relámpago como Rimbaud (ojos de que se nos acaba el tiempo y ojos de que no hemos terminado?)
Estas preguntas simplemente no se han hecho antes porque la obra que las trae ahora mismo al escritorio de Enrique Aguerre, director del MNAV y factótum de esta muestra, no fue considerada precisamente una obra de arte sino hasta este montaje. Se trata de un biombo, cuyos caprichosos laberintos de color pudieron ser vistos como un exotismo oriental entre todos los que adornaban el atelier de Vía Margutta donde Sáez retrató sin parar el mundo social que lo rodeaba en ésa, su segunda etapa en Roma, cuando formaba parte de la legación uruguaya en Italia.
El biombo, entonces, volvió de Roma junto a las cosas y las pinturas de Sáez y el germen de una tuberculosis feroz que se lo tragó muy pronto. En 1951 se lo exhibió como "objeto decorativo" en la muestra homenaje con la que se recordaron sus cincuenta años de muerto pero más sus ocho de producción ininterrumpida ya en Mercedes, Montevideo, Roma o Venecia. Porque el pacto de Sáez con los dioses fue ése: ocho años de artista, de los catorce a los veintidós, y a cambio, la eternidad. Pero el biombo tenía algo más. Pío Collivadino, compinche argentino de Sáez en Roma, no dudó en incluirlo en una pintura que hizo sobre el taller de Vía Margutta. Sin saberlo, Sáez y Collivadino, en asociación, pisaban el umbral de la posmodernidad: una obra hecha para ser pintada por otro dentro de otra obra.
Ahora en la muestra del MNAV se pueden ver uno al lado del otro: Hoja de biombo (1899) de Carlos Federico Sáez y El taller (1899) de Pío Collivadino. Sáez usaba el biombo como fondo para sus retratos, nunca lo pensó como una pintura, ya que incluso habiendo extremado su condición de manchista (machiaiolli) uruguayo hubiera llegado a tal conclusión. Pero quienes pasaban por Vía Margutta quedaban acaso asombrados con esa ¿abstracción? (ni siquiera podían pensarlo así). Entre la documentación de la muestra se destaca el testimonio del embajador uruguayo en Italia, Daniel Muñoz, quien le escribe (01-01-1901) a un amigo en Montevideo: "[...] Recuerdo que una mañana, mientras pintaba Sáez mi retrato, entró al estudio el reputado artista Sánchez Barbudo, y [?] le llamó la atención un biombo curiosísimo por la mezcla abigarrada de sus colores chillones y sus dibujos extraños. [?] Al interesarse por su origen Sáez se echó a reír y le explicó que lo había hecho él mismo derramando pintura líquida sobre el papel y soplando encima. [?] Tomó una hoja de dibujo, la puso en el suelo, derramó pintura de esmalte roja, verde, azul, amarilla; se puso de rodillas y sopló con fuerza sobre los colores. En un minuto quedó la hoja pintada como nadie hubiera podido hacerlo con pinceles, formando jaspes y mármoles rarísimos, el rojo veteado de azul, el verde estriado de rojo, el azul serpeado de amarillo y verde, revueltas todas las tintas a capricho, y de aquella orgía desenfrenada de color se servía Sáez para fondo de sus estudios de cabeza [?]".
El retrato de Muñoz está colgado ahora en el MNAVM y es extrañamente desafiante. ¿Pero era dripping lo que hacía Sáez en Vía Margutta entonces? Difícil que un país de la periferia artística como es Uruguay pueda imponer semejante giro en los acontecimientos, pero por las dudas el historiador José Pedro Argul la designó como "primera obra no representativa" del arte uruguayo en 1966. Aguerre se permite una especulación en la recorrida, a la altura de un boceto donde Sáez se dibujó a sí mismo disfrazado de Sarah Bernhardt (¿alguien más pensó en Cindy Sherman?): "Cuando visitó Montevideo David Alfaro Siqueiros quiso conocer las obras y el archivo de Sáez donde se conservaba el biombo. Ya sabemos que Jackson Pollock fue alumno de Siqueiros y que ese aprendizaje fue fundamental en su técnica posterior?" Está claro que jugamos un poco a Expedientes X, pero nadie debería desatender la potencia clarividente de un artista que sin saberlo hizo pie en los abismos de la abstracción. Y sí, no era Sáez el tipo de artista que podría detenerse a reflexionar sobre sí mismo. Que teorizara sobre esta técnica-accidente era tan improbable como que mejorase los horrores de ortografía de su correspondencia Roma-Montevideo. Si hay que entronizar al eternamente joven Sáez como un protoabstracto, va a ser menos en la línea teosófica de Kandinsky que en el culto a la personalidad de Pollock. Enamorado de la fotografía, Sáez era muy consciente del poder de su propia imagen y no escatimaba esfuerzos en eso: hasta diseñaba sus propios zapatos.
Entrar a Sáez por esta historia del biombo es menos anecdótico de lo que parece. Obras clave como su Madroños (que Malba cedió al MNAV para esta muestra) piden a gritos ser miradas con nuevos ojos. Aquí y allá, en retratos de familiares y amigos, aparecen descuidos, finales abruptos, senderos a la no forma, que hablan de un estilo libre y urgente. Esos rasgos que para la academia fueron "bocetos" (en esa categoría se ingresaron la mayoría de las obras al inventario del Museo de Bellas Artes de Montevideo) hoy pueden ser releídos como gestos de la pintura posterior a la muerte de la pintura. Pero la gran audacia de Sáez consiste en haberlo hecho bajo los spots de la excelencia figurativa. Es así: uno entra a Sáez por la seducción de la figura para salir encandilado por sus detalles espectrales.
Llueven preguntas aquí. ¿Cómo es posible que se haya autorretratado así con sólo quince años? ¿Cómo es posible que haya pintado tanto en tan poco tiempo? Estas preguntas también podrían, deberían, dar la vuelta a Montevideo ahora mismo, en esos buses grises, como soviéticos.
Fuente: La Nación