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El valor cultural de la palabra escrita

28/02 |

Fernando Colla, un cordobés radicado en Francia, explica en su nuevo libro por qué la escritura ha sido y es fundamental para preservar la memoria de Occidente.

dfEl último día de 1951, en la calle Quisquisacate de barrio San Martín, en la ciudad de Córdoba, nació Fernando Colla. No había cumplido 25 años cuando, ya con dos títulos bajo el brazo, profesor y licenciado en Letras Modernas, decidió radicarse en Francia, donde sigue viviendo hasta hoy. Desde hace algunos años, trabaja en el Centro de Investigaciones Latinoamericanas de la Universidad de Poitiers. Allí se desempeña como responsable científico y editorial del sector hispánico de la Colección Archivos, un emprendimiento internacional cuyo objetivo es producir ediciones críticas de los clásicos de la literatura latinoamericana.

Además tiene que dar clases, tarea que le apasiona y a la que ahora cualquier mortal ( honnête homme , dirían los franceses) puede aproximarse ya que los apuntes con los que prepara su actividad docente han confluido en un libro monumental –por dos razones, por su tamaño y su objetivo–: Escribas, monjes, filólogos, ordenadores... La preservación de la memoria escrita de Occidente (Alción, 2010), un volumen de más 400 páginas que, vale subrayarlo, no está destinado a los especialistas sino a todos los amantes de la cultura, ya que, casualmente, lo que pretende es transmitirnos el valor que la palabra escrita tiene desde siempre en nuestra cultura.

El cuidado de lo escrito. –En el título del libro hay cuatro sujetos y un objetivo. Pero su interior está dividido en seis partes. ¿Cómo se relaciona el adentro y el afuera?

–Los cuatro sujetos a los que aludís son algo así como cuatro de los grandes actores (y por ende, los más fácilmente reconocibles) que han jugado un papel protagónico en los distintos episodios de ese peplum interminable e inacabado que es el de la preservación de los grandes textos que configuran y sintetizan la identidad cultural de los pueblos occidentales, aun en los periodos más sombríos y violentos de la historia. Son casi imágenes arquetípicas. Cuando uno hojea un texto, digamos, de Cicerón, no puede dejar de pensar en todos esos monjes medievales que en las heladeras oscuras de sus talleres, rodeados de un mar de hostilidad y de barbarie, copiaron cientos de veces esas frases que a menudo ni siquiera lograban entender correctamente, legándolas así a la posteridad; como tampoco se puede dejar de pensar en los humanistas del Renacimiento que emprendieron sacrificados periplos europeos buscando en las ruinas abandonadas de esas mismas bibliotecas monacales las distintas versiones copiadas de un texto cuya comparación erudita les permitiría transmitir una versión fiable, hipotéticamente fiel a la formulación original de la obra. Para no mencionar los dos millones y medio de libros de consulta gratuita que circulan en la web y que nos hablan de una generosa y anónima congregación de benévolos que continúan la tarea de multiplicar y difundir la palabra escrita.

–¿Me querés decir que los actores podrían ser más?

–La lista de actores podría haber sido mucho más extensa, interminable si incluimos los partícipes más humildes y esporádicos. Me viene a la mente la imagen de aquellos prisioneros de los campos de concentración nazis que se contaban cada noche los libros que habían leído en la vida de antes, tratando de preservarlos de la extinción.

–¿Y por qué seis partes?

–Lo de las seis partes es una simple segmentación temática que me permite encuadrar mejor esta cuestión de la palabra escrita, cuyas ramificaciones proliferantes incentivan los extravíos, los desvaríos.

–¿Por qué Occidente y la memoria escrita? ¿No tiene Oriente la misma forma de preservar su memoria?

–Quizás, pero mi ignorancia es aún mayor en lo que se refiere a las áreas no occidentales (se ríe). No es lo mismo visitar Roma que Savannakhet (Laos)... Aunque sospecho que las formas de relacionarse con la palabra escrita difiere radicalmente entre las grandes áreas culturales que más temprano accedieron a la posibilidad de fijar y preservar los discursos a través de los signos gráficos.

Del autor al lector. –Este libro surge de las clases que dictabas y conecta la conversación con la docencia y la escritura. ¿Qué te proponías enseñar entonces y qué desearías dejarle ahora al lector?

–Yo intento siempre lo mismo (dando clases, escribiendo o tomando un café con un amigo): mostrar lo enriquecedor y lo apasionante que es considerar las obras literarias (en su sentido más amplio) a partir de las condiciones técnicas y sociales de su producción, difusión y recepción; ese enfoque que Roger Chartier denomina sociología del texto. La literatura como sucesión de actos condicionados, como actividad transitiva, continua y empecinada. A eso me lleva también mi oficio de editor de textos literarios latinoamericanos a partir de los archivos de los autores...

–Una labor privilegiada, por cierto. No cualquiera puede acceder a esos archivos personales.

–Sí. Meter las narices en el archivo de un escritor conmueve porque permite entrar hasta donde se puede en la intimidad del acto creativo, presenciar la génesis del texto a través de un tumultuoso itinerario de intentos, renuncias, reincidencias y desvíos. Pero también enseña, porque en los manuscritos, borradores, cuadernos de trabajo, cartas, diarios íntimos, se inscriben todos los signos de los condicionamientos históricos y sociales: el lugar ideal al que el autor y la obra aspiran en el campo cultural, su posición con respecto a los predecesores y a los eventuales sucesores, las negociaciones con el presente (la autocensura, las adaptaciones al mercado editorial), elementos todos que reconfiguran y amplían los significados y las simbolizaciones de la obra. En esa cadena de actos condicionados, el lector es, por supuesto, un eslabón esencial.

–¿Por qué?

–Porque a menudo informa acerca de las maneras en que el texto fue leído en una época determinada y las significaciones (luego desechadas) que esa época encontró en él... Pensá en el lector cultivado de la Roma antigua que acostumbraba inscribir en los márgenes de sus libros predilectos “correcciones” y comentarios esclarecedores. O simplemente, porque impide una ruptura en la cadena copiando el texto, salvando el libro de alguna hoguera fundamentalista, leyendo un relato a los que no saben leer.

–Un mínimo error en el proceso de edición de un libro tiene capacidad para cambiarlo todo, ¿verdad? Ahora, mi pregunta es ¿por qué guardar una obra, entonces, es coleccionar versiones de esa obra?

–El error tiene su importancia en los textos científicos, jurídicos o religiosos (no nos olvidemos que en el origen de una herejía puede haber un error de transcripción de un texto sagrado). En los textos literarios, la variabilidad puede ser sinónimo de creatividad: hay muchos ejemplos en la historia de la transmisión literaria de copistas que han modificado una escena o cambiado el final de un relato por resultarles el original insatisfactorio para sus propios gustos. En cuanto a las distintas versiones de una misma obra, éstas pueden ser consideradas como documentos indiciales, cuyo estudio y comparación permitirá reconstituir la versión original, tal como la quiso el autor, o tomarlas como testimonios originales de un momento preciso de la transmisión literaria y, por lo tanto, portadores de informaciones sobre los usos y costumbres del campo cultural de la época.

Del códice a la Web. –¿La invención del libro digital es tan importante como lo fue la invención del libro de papel?

–La introducción del papel (ya utilizado por los chinos y los árabes) en Occidente se combinó perfectamente con otra adopción del siglo XV: la de las prensas mecánicas, y de esta combinación resultó una mayor posibilidad de difusión masiva del libro. En esto, el libro digital (en su sentido más genérico, es decir, todo libro que ande circulando en la red) no puede sino significar otro salto en la facilidad para acceder a los textos y, por ende, un incremento en el número de lectores potenciales. Pero más interesante sería preguntarse si el libro digital producirá una verdadera revolución en los modos de acercamiento a los textos y en las modalidades de la lectura, tal como la que provocó, en el siglo I, la invención del códice (libro hecho a partir de hojas plegadas e imbricadas para formar cuadernos), que se impuso como sustituto del rollo, hasta ese entonces, formato casi exclusivo del libro antiguo.

–En tu libro mencionás la anécdota del basurero nuclear como ejemplo de que el soporte informático es más frágil que el papel...

–Es así... Un basurero nuclear francés prefiere conservar sus archivos en el llamado papel permanente por considerarlo menos frágil y más duradero que cualquier soporte digital existente. Lo abordo en un capítulo de mi libro que trata de los argumentos extremistas –y a menudo falaces– de los enemigos acérrimos del libro tradicional (con tapas de cuero y hojas de papel, o como dicen los ayatolás de la informática, con cadáveres de vacas y de árboles), para reivindicar las virtudes pacíficas y ecológicas del e-book, olvidando que la mayor parte de los países desarrollados no sabe qué hacer con la basura electrónica y que en el Congo se matan a tiros por el famoso coltán, esa mezcla de minerales bastante escasa y necesaria para nuestros juguetes digitales.

–En el origen de tu ensayo, como idea, hay una pregunta: ¿Por qué un texto como la “Ilíada”, compuesto oralmente hace unos 28 siglos, hoy sigue siendo importante para nosotros al punto de que existe su versión electrónica? ¿Qué respuesta te diste al escribirlo?

–Esa es una pregunta que interesa a los teóricos o a los filósofos de la literatura y que sin duda admite (como todo lo que corresponde a la teoría o a la filosofía) innumerables respuestas. La pregunta que abre mi libro es mucho más modesta y concreta: lo que a mí me interesa saber es cómo, a través de qué circuitos más o menos subterráneos y milagrosos, ese texto llegó, en una formulación sin duda bastante semejante a la del “original”, hasta la pantallita de la consola de juegos de mi hijo.

Fuente: Diario La Voz

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