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Los momentos que marcaron tu vida tecno

09/08 |

A veces me siento una suerte de viajero del tiempo. Hace unos 45 años vi las últimas linotipos funcionando; de hecho, me quemé con una gota de plomo que salpicó uno de esos gigantes tipográficos. Ahora, tras un período históricamente escaso, estoy produciendo este texto en una pantalla, los formatos se aplican automáticamente, dispongo de cientos de tipografías y puedo sacar copias con mucha más calidad que la que se permitían los diarios medio siglo atrás.

tecEn el trayecto he visto muchas cosas y esto me ha enseñado que nada dura para siempre y que las verdades categóricas son pocas. Pero no hablaré de eso. Más bien quiero invitarte a un recuento. ¿Cuáles fueron los cinco momentos que marcaron tu vida tecno?

Ya saben cómo es. El presente cambia el pasado, lo va modificando. Cuando tuve mi primer Pentium sentía que se me despeinaban las patillas cada vez que la encendía; hoy sería obsoleto para casi todo lo que hago con una computadora. Más aún, el recuento, esto es, la perspectiva, puede darle sentido a cosas que en su momento hicimos sin saber muy bien por qué. Por ejemplo, aprender a programar. En 1974 lo hice por pura diversión y, en el contexto de entonces, era casi freak. No, nadie te prometía un pantagruélico futuro como informático; es más, no tenía ni el más remoto interés en convertirme en informático. Más de 30 años después las cosas se han ido poniendo en su sitio o, para citar aquel brillante discurso de Steve Jobs en la Universidad de Stanford en 2005, he podido ir uniendo los puntos. Algunos puntos, a decir verdad.

La mayoría de los dispositivos y tecnologías que hemos usado no ha tenido ningún impacto. Pero hay otros que nunca podremos olvidar, hay momentos, revelaciones, experiencias definitorias. Aquí van los cinco momentos que marcaron mi vida tecno.

1. Carola. La primera vez que vi una computadora fue en 1967. Por entonces estas máquinas sólo aparecían en las películas. No era ni remotamente normal ver una en persona, mucho menos funcionando. Porque el destino es así de impredecible, ocurrió que mi padre hizo reemplazar las linotipos del diario La Prensa por un sistema informático de composición en frío, controlado por aquella inmensa Fairchild que, no obstante su tamaño, sus luces parpadeantes y la facha de laboratorio futurista que confería a su entorno, contaba con tan sólo 4 KB de memoria (sí, 4 KB). Como ya he narrado en alguna otra ocasión, fue bautizada Carola, por la perrita discrecional, malhumorada y caprichosa de mi abuela materna.

El caso es que tenía 6 años, vivía en un mundo analógico y mecánico, con teléfonos de baquelita y televisores en blanco y negro, pero ya conocía una computadora. Una de verdad. Era algo tan excepcional que ni siquiera podía contárselos a mis compañeros de escuela. Sobre todo, aprendí que una computadora era tan sólo una máquina. Tenía nombre y todo, pero había que programarla, desarmarla para constantes servicios de mantenimiento y, si la desenchufabas, se apagaba y no servía para nada, excepto como escenografía para una película de ciencia ficción clase B.

2. Mi primer programa. El concepto de programar era, pues, un viejo conocido para mí para cuando entré en la secundaria, a principios de la década del 70. Mi padre había creado el guionador de español para la Fairchild, una tarea que le había demandado meses de esfuerzo, dada la tecnología de la época. Las cosas, sin embargo, ya estaban por entonces cambiando muy rápidamente. En 1974 llegó a mi casa una prodigiosa calculadora, el modelo 65 de HP. No sólo era programable. Ya habíamos visto otras calculadoras que podían recordar pasos. La HP65 venía con unas cintitas de plástico con una capa magnetizada que permitían grabar esos programas. Eran como el tatarabuelo del diskette y no había que volver a tipear todos los pasos cada vez encendías la calculadora. Se insertaba la cintita por la izquierda y salía expulsada por la derecha, habiendo sido leída en el trayecto. En un pestañeo tenías la máquina con tu programa cargado.

¿Por qué fue un momento que me marcó? Porque aprendí muy temprano que el conocimiento informático es poder.

Los profesores ya estaban advertidos de que algunos alumnos traíamos calculadoras programadas con las fórmulas de, por ejemplo, física. Así que nos hacían apagarlas antes de tomarnos examen. Lo primero que pensé cuando aprendí a usar la HP65 fue que las cintitas desactivaban para siempre aquella medieval maniobra de los profesores. Y así fue. Luego de mostrar en alto, como los demás, mi calculadora apagada, pasaba la cinta y recuperaba mis programas.

3. La primera PC. Hacia 1986 ya habíamos probado con mi hermano toda clase de computadoras de 8 bits, como un clon de la Sinclair y la Commodore. Aunque suene blasfemo, las encontraba aburridas y complicadas. Digamos que tener que esperar que el programa guardado en un casete se transvasara a la memoria del equipo, una operación que no era precisamente instantánea, me superaba; siempre fui muy impaciente.

Entonces llegó a casa la PC y fue amor a primera vista. Sólo podía usarla a escondidas, porque había costado una fortuna, pero teníamos por fin diskettes -no disco duro, favor de anotar-, un teclado que hacía mayúsculas y minúsculas y software profesional (por así decir). Todo lo que había aprendido hasta entonces empezaba a cobrar sentido, aunque todavía pasarían varios años antes de convencerme de que esa tecnología podía ayudarme a hacer mejor mi trabajo. Y eso que tenía por entonces ya 25 años de ver computadoras. Hasta ese punto es difícil abandonar las ideas preconcebidas. Otra lección.

4. Internet. En cuanto la red de redes se abrió al público en la Argentina, en agosto de 1995, me suscribí a un proveedor. Anécdotas tengo muchas, pero no es posible que olvide el momento en que mi lento módem analógico de 1200 o 2400 baudios (eso es, como mínimo, 1200 veces más lento que ahora), luego del consabido concierto de bips, completó la conexión y supe que, por fin, después de tanto leer sobre el tema, de tantas horas de BBS (boletines electrónicos), estaba conectado a la gran Red.

5. Linux. Poco después, y en gran medida gracias a Internet, llegó a mis oídos la noticia de un sistema operativo para PC de código fuente abierto (o algo así). Con el tiempo aprendería que era más que código fuente abierto. Pero al principio me fascinaron más las posibilidades prácticas que las filosóficas: ¿escribir tu propio sistema operativo? ¡Sí!

Ya he contado mucho sobre esto y sobre la relación que existe entre Linux y una de mis mayores obsesiones: la libertad humana. Pero confieso que el momento que me marcó llegó una noche en que me armé de valor y reconfiguré y recompilé el kernel del sistema. Crucé los dedos y volví a arrancar la computadora, convencido de que algo iba a salir mal, dadas las mayúsculas advertencias que había leído en la documentación y en foros. Pero mi máquina no sólo arrancó bien, sino que la función que había intentado activar reconfigurando el kernel (la gestión de energía, si mi memoria no falla) estaba andando.

No era gran cosa en comparación con escribir un controlador o el mismo kernel, pero este pequeño triunfo me dio la seguridad para abordar misiones mucho más complejas, algunas que narré aquí y otras que alguna vez narraré.

Fuente: La Nación

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