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Decime qué se siente
El bar se ha vestido de fiesta: banderines de las naciones, pelotas que cuelgan del techo y el cantito devenido himno que le pregunta a Brasil qué se siente, tronando desde los parlantes. Hay euforia y nervios. Afuera llovizna y el viento golpea; los vendedores del bulevar han optado por guardar en bolsas sus trapos celestes y blancos. Será hasta dentro de un rato o hasta dentro de un mundial.
El bar se ha vestido de fiesta: banderines de las naciones, pelotas que cuelgan del techo y el cantito devenido himno que le pregunta a Brasil qué se siente, tronando desde los parlantes. Hay euforia y nervios. Afuera llovizna y el viento golpea; los vendedores del bulevar han optado por guardar en bolsas sus trapos celestes y blancos. Será hasta dentro de un rato o hasta dentro de un mundial.
Hay argentinos haciendo el aguante de uno y otro lado de la gran pantalla: todos gritan, nadie escucha; algunos comen, otros ni pueden. Falta una hora para la una.
Los mozos van y vienen afiebrados. Los clientes devoran apurados la pizza de rúcula y miran el reloj. Romero, Garay, Zavaleta y otros próceres aparecen en la pantalla, cruzados de brazos, mirada de guerreros. ‘Chiquito, confiamos en vos‘, le dice el relator al arquero, y habla de que hay que ganar: sí o sí hay que romper la racha de los cuartos de final. Un señor dice que tiene razón y apura un liso.
Suena alguna corneta aislada, ansiosa. Un par de mujeres se retoca el maquillaje: purpurina dorada, franjas celestes y blancas en la mejilla, labor culminada e infaltable foto para el Facebook.
Un periodista de la tele hace notas, las chicas cantan y saltan, algunas dan un último paseo por el baño: la hora se aproxima.
El sol aparece tímido, con la potencia de un chasquibum. Un nene se muerde las uñas y mira la tele, abstraído. Y entonces explota una vez más el decime qué se siente, con parche murguero, y los segundos vuelan y llega el momento de aplaudir a los gladiadores que entran a la cancha. Keith Richards y Mick Jagger sonríen abrazados desde la pared.
Los perfiles se alinean frente a la pantalla, los puños se cierran y todos gritan y aplauden y el relator dice que no son sólo once, que son cuarenta millones, y la emoción contagia a la hora del oooh del himno tarareado.
La platea femenina suspira ante los músculos trabajados del Pocho Lavezzi y un último amigo llega a la mesa, colgado: es recibido con un par de palmadas apuradas y ubicado en un asiento casi de un empujón.
El partido arranca: decenas de Sabellas ocupan las sillas. Indican, comentan, arriesgan predicciones insólitas, levantan el dedo, opinan cómodamente desde sus butacas. Y entonces, ahí nomás, en un segundo sagrado, el salón estalla en un solo alarido y todas las manos buscan el cielo y bajan hasta convertirse en abrazos que son gritos ahogados y también son risas y ganas de llorar, y alivio y felicidad y descarga de tensión: un electro colectivo reflejaría un festival de picos altos. Es sólo un instante, pasa rápido: primero hay que saber sufrir, ya lo dijo el tango.
Los minutos pasan y los nervios se potencian, uno grita y el efecto dominó hace su trabajo como si fuera el empleado del mes.
El Fideo se va y todos aplauden; las pizzas siguen jugando en toda la cancha. Messi se saca de encima a los adversarios como quien espanta una mosca. Gira entre tres rojos como una bailarina; los mozos danzan entre las mesas llevando y trayendo provisiones; uno va y viene con gaseosas y canta que es un sentimiento, que no puede parar. Fin del primer tiempo, aplausos, todos de pie: hora del ir al baño y de salir a fumar.
En el entretiempo, un pibe (¿diez años?) se sube a la barra y da una clase improvisada de reggaeton. Gorrita de lana, anteojos, no tiene nada que envidiarle a un bailarín profesional. En seguida se arma la ronda y los aplausos nacen espontáneos, para convertirse en ovación, hasta que la tele emite nuevamente su canto de sirena.
El tiro al travesaño del Pipita lleva las manos a la cabeza de algunos y a la boca de otros. El canto del vamos vamos de la tribuna desciende por la pantalla y toma forma real en el gran salón.
“Ya estamos mal usted y yo”, le dice el relator al árbitro. Aquí le dicen cosas menos sofisticadas. Desfilan las copas heladas, el café, algún licor de chocolate. El juez ordena cinco minutos más y un señor ordena otra cerveza, y el lamento y la tensión vuelven otra vez a adueñarse de la escena. Hay que saber sufrir. Apretar los dientes. Cruzar los dedos. Rezar, los exagerados.
El mozo sirve y canta: te juro que aunque pasen los años, nunca nos vamos a olvidar. Y llega el tiro del final y tres cocineros con sus gorros característicos abren triunfales las puertas que separan lo que se ve de lo que no, y se abrazan y cantan y le piden a Brasil, enloquecidos, que les diga qué se siente.
Fuente: El Litoral