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Irse

06/11 |

El edificio -su olor a café y a tinta- ya no será, o será otro.

Un día las máquinas se desconectan. Los dedos quedan suspendidos sobre las teclas. El polvillo ondula en el aire. La urgencia puede esperar. Como ecos salen de los rincones las voces. Cientos, miles de voces. Conversaciones, preguntas, peleas, ambiciones, favores, un cómo estás, una puteada, un pedido de sinónimo, un pasame el mate, un disculpame.

El diario se va. Flotan en el ambiente los deseos de tantos. Las penurias, las alegrías. Un día, cuando la maquinaria detiene su marcha, volvemos a ser todos los que fuimos. Vuelven a estar cada uno sentado en su escritorio, con sus sonrisas o sus berrinches, con sus maneras de brindarse, con sus ñañas. Vuelven los que se fueron y están aquí, en este aire que ya no es el mismo.

El diario se muda. Un día las paredes caen al suelo como un vestido de gasa y el cuerpo, en un segundo, se desintegra. Ya no existe más esa puerta que registró una a una nuestras mejores intenciones, nuestros temores, nuestro deseo, nuestro agobio.

El edificio será demolido. Y los muros hablan y los patios evocan puchos compartidos entre el trajín y la abulia. Y las pequeñas discordias cotidianas parecen transformarse y renacer en forma de carcajada para dar paso a nuevas y absurdas rencillas de vecindad. Ya nunca más se abrirán esas puertas. Por última vez, alguien apagará la llave de la luz y la casa deshabitada recorrerá sus propios silencios, como un perro que se lame las heridas.

Esa fachada casi escondida, la de la parte de atrás, la de la Redacción, la de Pedro Vittori, será la primera en ya no ser. Es una puerta modesta, pero tiene un sentido. Para los melancólicos será siempre la puerta que soñábamos atravesar: la que mirábamos de afuera, como a esas cosas que nunca se alcanzan. Algunos seguiremos viéndola siempre como una invitación cotidiana al desafío, aunque sólo sea en el patinoso plano de la memoria.

Algún día seremos viejos y guardaremos como un tesoro el hecho de haber estado aquí, para contárselo a futuras generaciones que mostrarán sin pudor su nimio interés en la anécdota.

El edificio -su olor a café y a tinta- ya no será, o será otro. La nueva casa -las incertidumbres, las intrigas- espera como un papel en blanco que los colores la bauticen.

Elevados sueños de grandeza, pequeñas ambiciones personales, mandatos ajenos, legítimo deseo, casualidad, destino: cada uno cruzó esa puerta con un ansia bajo el brazo. Ahora nuevas puertas se abren, nuevos brazos y nuevas piernas crecen en la carne talada.

Un rayo de luz ilumina el espacio vacío. Y entonces, lentamente, la máquina vuelve a conectarse y una nueva historia comienza a escribirse. Los dedos aterrizan temerosos sobre las teclas. El polvillo empieza a buscar pista donde caer. La urgencia se calza su traje triunfal. Las voces suenan otra vez en tiempo presente. Conversaciones, preguntas, peleas, ambiciones, favores, un cómo estás, una puteada, un pedido de sinónimo, un pasame el mate, un disculpame.

Fuente: El Litoral

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