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La escritura mientras tanto

23/04 |

“Si se supiera algo de lo que se va a escribir, antes de hacerlo, nunca se escribiría (...) Escribir es intentar saber qué escribiríamos si escribiésemos -sólo lo sabemos después- ...”

I

Así que estás acá, nuevamente, lector. Sé bienvenido a esta poca cosa, a esta declaración de intenciones, a este esfuerzo en busca de su norte. Yo voy a hacer lo que pueda, hasta donde me den las manos, pero y ¿vos? Sabés, lector, que te necesito como nunca antes para nota alguna. Te necesito con el cuerpo, el ánimo, la piedad dispuestos. Te necesito aquí mismo, aunque con toda justicia te preguntes hacia dónde van estas líneas. ¿Puedo serte honesto? Yo también me lo pregunto. Yo tampoco lo sé. Espero, pido tu compañía en esta empresa, que voy a tratar de explicar. ¿Estás allí, entonces?...

II

... Quizás sepas que en estos años he tratado de hacer algunas pocas cosas: darle aire a ciertos caprichos y cultivar persistentemente ciertas fantasías en forma textual. Ello ha servido un buen tiempo hasta que, quizás abandonado en mi propia jactancia, empecé a sentirme incómodo, como si fuese gravemente interpelado por algo o por alguien a mis espaldas. No supe hasta después desde dónde venía como un eco, como un murmullo; unas vibraciones o estelas sonoras que me llegaban al cuerpo. Te sorprenderás al saber que esos sonidos que no podía comprender eran despedidos desde las mismas paredes de mi casa y venían morosamente hacia mí, pero que eso sucedía únicamente cuando estaba solo. Eran, son, mis queridos muertos -vivos de la biblioteca-. Algunas mañanas, creeme lector, sentía que los volúmenes se movían; los sentía acomodarse, quejarse acaso de su lugar en los estantes, del modo en que fueron interpretados; los sentí desprender leves airecitos para mover las solapas o sacarse de encima el polvillo. Parecían molestos, dotados de una suerte de electricidad, de un nerviosismo que se detenía sólo allí donde yo fijaba la vista. Pude sentir un día, muy claramente, una interpelación o admonición: la severa mirada que sentía en los hombros y en la nuca bajaba mayormente desde lomos sepia que fueron abiertos alguna vez por las manos jóvenes de mis viejos y de mis tíos (y que yo tomé prestados ad eternum). Sentí con dolor como si esas viejas voces conocidas me interpelaran, me amonestaran, me llamaran como al chico que hizo una tontería. Creí haber honrado, con mis modestos trabajitos, su memoria. No fue así, parece. Fui entonces, de nuevo, hacia ellos, como quien va a reconocer un pecado que no está seguro de poder nombrar. Los miré largamente. Recorrí las solapas medio destruidas que (orgullosas y sin lamentaciones) comparten la madera con las ediciones recientes. Busqué en notas viejas y en cuentos olvidados y en títulos apenas entrevistos algo que tradujera lo que yo sentía como una irritación o como un consejo de último instante de esos bellos objetos, sin fecha de caducidad ni afectados por obsolescencia alguna. Lo encontré en la voz aguardentosa de Marguerite D. Escuché sus divagaciones como quien recibe una ley sobre el mármol.

Decidí, a consecuencia, prescindir de las notas en una libreta y de los estímulos que llegan a oleadas a los espíritus ociosos como el mío. Empecé a escribir sin tema, sin norte, sin objeto, sin plan, sin citas, sin hipótesis de trabajo. Sólo imaginándote del otro lado, lector: a medio camino entre la ira, la desconfianza y la tristeza. Decidí seguir el camino que, si no interpreté mal, me piden las páginas sepia de tipografía mínima y márgenes escasos. Creo que me dijeron esto: nada hay antes. Todo está, lo que fuese a existir, en el propio discurrir del texto, en el exacto momento en que se escribe. ¿Estás, todavía, allí, lector?

III

Se me dirá que esto no es más que lo que ya han hecho y argumentado las escrituras automáticas de los surrealistas y las literaturas instintivas o catárticas. Sí y no. Creo que podemos pensar en otra posibilidad: todo debe olvidarse, necesariamente, para poder escribir. Lo leído, lo bebido, lo conversado debe transformarse, en el propio cuerpo, en una otra cosa (en un piso, en un fondo, en un suelo, pero propios). Debe dejar de ser influencia, dictado, corriente, moda; debe dejar de ser muleta, insumo, prótesis. Lo que dicen los viejos, creo, es que la escritura no es una fórmula, no es una operación matemática ni mnemotécnica, no es un experimento de laboratorio. Es, si se acepta la expresión, un descenso a oscuras: el olvido de todo, de todo, como una forma de poder proceder, libre, sobre la página. ¿Es posible ese olvido? No lo sé, lector. Pero es bello pensar que todo podría ser, no una pesada acumulación de bolsas y trastos inútiles, sino una epifanía o un brusco descubrimiento con el que tropieza nuestra ingenuidad. Todo este peso en las manos, estas artríticas extremidades, sin embargo, se niegan a soltar lo acopiado e incorporado que, nos dijeron alguna vez, conforma un capital. Después, detrás, mucho más allá de estas cuestiones está la escritura -seca, sola, desnuda-.

Ésta es mi explicación, lector: la posibilidad de invertir el curso de las cosas; la tentación de doblar inesperadamente para sobresaltar el aburrimiento de la línea recta, la proposición de una imaginaria correspondencia nuestra a la distancia. Quisiera pretender que este texto nació desde la nada misma y, percibiendo tu avance sobre la página, fue a la postre algo más que una improvisada explicación. ¿Qué hay antes de la escritura? ¿qué hacemos con lo que hay antes de la escritura? Marguerite me lo dijo. Yo quise recibir ese dictado, con desesperación. Quizás entendí todo al revés.

Fuente: El Litoral

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