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El caramelito
Los músicos de la orquesta aparecen en escena con antifaces. De distintos colores, algunos con brillo. Hay quienes prefieren tocar a cara limpia. Se estrena mundialmente la obra “Baile de máscaras”, de Ariel Hagman, quien transmite su emoción desde la primera fila.
El bullicio de la ciudad se duerme como un chico rebelde que al fin dejó las armas al pie de la cama. Las luces bajan su intensidad; suena aquí un violín, allá un trombón, un par de acordes del piano más al fondo, como colores sueltos que esperan el momento de fundirse en el lienzo.
La directora, de riguroso traje negro, recibe los aplausos con gesto agradecido y dice algunas palabras en su chileno melodioso. Finalmente el silencio desciende de los cielos y cubre el teatro por oleadas, como si fuera una gran cobija.
Entonces, en ese momento sublime, ocurre. Al principio parece una impresión, un espejismo, el reflejo mismo del simple miedo de que ocurra. Pero no: está pasando. Alguien está abriendo la cartera y está hurgando con sus dedos para encontrarlo. El caramelito se le resiste, como si tuviera algún grado de pudor. El espanto tiene cara de frutal con papel ruidoso.
Los dientes de los grandes genios de la música chirrían, los cimientos del teatro tiemblan estrepitosamente, los telones se retuercen como trapos viejos, el silencio va a llorar su derrota tras bambalinas, desconsolado: el hechizo se ha roto.
La persona comienza entonces la esmerada tarea. Consciente quizá de su crimen, alcanzada por el sentimiento de culpa, opta por intentar abrir el papel lentamente. Los movimientos de los músicos son acompañados desde entonces por un leve crinch, una agonía pausada y dolorosa, un desangrarse de a poco.
Pensará la persona -digo yo, que a esas alturas el oído se declaró en huelga y no puede escuchar otra cosa que no sea ese ruidito- que es menos molesto hacerlo lentamente. Pensará que es de buena educación no tirar el papel y entonces se dispone, ¡horror!, a apretarlo para reducir su volumen, abrir la cartera y guardarlo nuevamente. Y cerrar la cartera. Y acomodarse de nuevo en el asiento. Y suspirar. Listo.
Alguno se revuelve en su silla, incómodo. Otro se da vuelta y mira como quien sanciona.
Es para espíritus valientes la opción de esperar el momento oportuno para arremeter con la cartera con la velocidad de una gacela, hallar el objeto de deseo, abrirlo y llevarlo a buen puerto en lo que dura un aplauso. Es para almas purificadas la alternativa de posponer el antojo para cuando termine el concierto. Es para seres previsores ingerir el ansiado manjar antes de que comience la función. Es para llorar el crinch crinch en medio del silencio, ése que tanto cuesta, el que se nos cuela entre las manos y que aparece, muy cada tanto, como una isla redentora frente a nuestro mar embravecido de ruidos.
Fuente: El Litoral