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Halago de la mágica infusión

31/12 |

Presente en el 92% de los hogares argentinos, el mate ha sido declarado “bebida nacional”. Su presencia “cultural”, sus múltiples propiedades beneficiosas para el organismo que se siguen descubriendo- y la profunda vinculación con nuestra historia, hacen de él un rito, una costumbre, un símbolo del Río de la Plata. Pero -a la vez- mucho más que eso.

mateEl mundo no empieza hasta el primer sorbo. Antes, a tientas, ebrio de noche, en erráticos desplazamientos, hay que ir a apurar la llamita. Y esperar. Nada cuesta. La mañana no existe, todavía.

Viene entonces un rumor del agua, como a lo lejos, desde la cocina. Viene de lejos, silba y anuncia el despertar. Falta la pequeña ceremonia, una mínima mecánica para el placer del paladar y la iluminación de los sentidos; unos pasos tan básicos como indispensables para no arruinarlo todo, para el pletórico diálogo mudo que vendrá entre la vasija y su bebedor.

La yerba a un lado, siempre; siempre la boca del mate oblicua, al techo. Un chorro, dos, siempre en el mismo lugar, en el vacío, y la pausa, siempre. La yerba se hincha, y respira, y expide un aroma caliente y denso. Y espera, la yerba, como en lenta expiración; espera que la bombilla entre, bien pegada a los lados del mate, rozando la madera y, entonces sí, todo comienza.

Cientos de miles, millones, no imaginan una mañana sin ese rito. El mundo puede esperar, parecieran decirse a la distancia; son apenas minutos. El primer sorbo acomoda las cosas. Entonces, como en una suerte de rompecabezas perceptivo, entramos al mundo, el mismo mundo que se había detenido, esperando que la infusión comenzara a correr. Luego, lo demás, fluye.

Hasta entonces, hasta el primer sorbo, sólo hubo una confusa rutina mecánica, el extrañamiento del que no sale de un tempo y le estalla otro, discordante, en el delgado límite de la vigilia y la nocturnidad. Un sorbo, dos, tres, y el mundo parece más amable; es mejor la conversación de los otros; un sorbo, dos, y los sentidos tocados por la fibra verde se conectan a las cosas, al mundo. Suena mejor la música, se perciben más diáfanamente las desinencias de las palabras, los acentos. El agua verde recorre a velocidad arterias y venas, hacia adentro, en viaje interno de agraciarnos con el afuera y con los otros; y enciende el cuerpo para el día.

El mito litoraleño relaciona la ingesta de mate con la conversación casual, con el ocio, con el descanso; con la vagancia, bah. Ya Borges decía que el “mate es la manera más grata de perder el tiempo”.

Qué triste miopía. Si no un error, eso es al menos un prejuicio o un pesado equívoco: el mate “sirve” (si hemos de utilizar tan utilitarista término) para trabajar, para viajar, para estudiar, para leer, para escribir, para conducir, porque, en virtud de sus múltiples propiedades, en razón de la capacidad estimulante, “conecta” a las personas, en determinada sintonía, si se me permite la doble metáfora. Cientos de trabajadores, obreros, intelectuales, investigadores, administrativos, consumen mate mañana y tarde porque sus propiedades naturales les permiten desarrollar de mejor manera sus actividades. Sus efectos han sido y son profusamente estudiados por los científicos, pero hay una otra cosa que quizás escapa al discurso científico y se vincula más con los consumidores, con los materos: la sensación de que no podríamos emprender determinadas empresas sin su auxilio.

El álter-ego de Cortázar en <IC>Rayuela<XC> se reconocía como avezado matero: “Oliveira cebó otro mate (...) Mi único diálogo verdadero es con este jarrito verde, pensó. Estudiaba el comportamiento extraordinario del mate, la respiración de la yerba fragantemente levantada por el agua y que con la succión baja hasta posarse sobre sí misma, perdido todo brillo y todo perfume a menos que un chorrito de agua la estimule de nuevo, pulmón argentino de repuesto para solitarios y tristes”, escribió en el capítulo 19 de su obra cumbre. Eduardo Galeano, en los versos finales de una pieza sostenía: “La yerba mate despierta a los dormidos/corrige a los haraganes/y hace hermanas a las gentes/que no se conocen”. Borges, aunque menos elogioso o más irónico, declaró alguna vez: “He tomado mucho mate cuando era joven. Tomar mate, para mí, era la forma de sentirme criollo viejo”.

Los casos de autores argentinos o rioplatenses que se refieren a la verde infusión podrían multiplicarse al infinito, pero son impresionantes las observaciones de algunos extranjeros que, en el siglo XIX, “descubren” la costumbre criolla. “Cuando se hace de noche -escribe Darwin, a propósito de su experiencia en Chile, circa 1832-35-, asamos nuestro charqui, tomamos nuestro mate y después de eso nos sentimos verdaderamente a gusto. Hay un encanto inexplicable de vivir así a pleno aire libre”.

John Miers, botánico e ingeniero inglés, dejó sentado en 1824 un largo comentario que sintetizamos aquí: “(...) Entonces, introduciendo la bombilla, o tubo de lata (son generalmente de plata) lo revolvió, tomó un sorbo para asegurarse de su bondad, y me lo ofreció (al mate), tocando el ala de su sombrero en el momento en que yo lo recibía. He sido un tanto prolijo en este relato al describir una costumbre que, sin variaciones en cuanto a preparación, utensilios o maneras, puede observarse entre ricos y pobres y es universal en estas regiones de Sudamérica. Esta gente nunca hesita en recibir en su boca el tubo que pocos momentos antes estuvo en la de otro. En la más pulida sociedad el mismo tubo pasa de uno a otro en idéntica forma”.

Y Alfredo Hebelot, ingeniero, periodista y escritor francés, observó, sobre 1890: “A medida que va y viene (el mate), las fisonomías se animan, los ojos pesados de sueño brillan, el escalofrío matutino está reemplazado por un delicioso bienestar, la charla se arma que da gusto (...) El mate tiene una doble faz, como Jano. Se presta a la conversación y la alimenta, comunica a las largas veladas una jocosa versosidad (sic). Por otra parte, acompaña bien los silencios contemplativos en que se mece la imaginación de los pueblos primitivos ...”

Por fuera de las agobiantes sugestiones y referencias sobre la relación del mate y la yerba con los indios, los gauchos, los jesuitas, los criollos -materia de la historiografía que abunda, por cierto-, impresiona saber que el fenómeno de su uso se extiende alevosamente en los centros urbanos, en pleno siglo XXI, y que crece, en especial entre la juventud. Más que compañía, más que elemento animador de la conversación, más allá de todos los lugares comunes que se han agotado durante siglos, el mate es esencialmente una suerte de combustible interno que reconcilia al consumidor con su contexto, que forja una atmósfera interna favorable a la creación y al trabajo, o incluso al deporte, o al descanso, y que se proyecta hacia afuera. Más allá de sus cientos de propiedades, hay también, un componente que exageradamente podemos llamar existencial en el mate, que funciona positivamente en el individuo y lo arroja a hacer cosas o a contemplar las cosas con mayor sensibilidad, más ganas, mejor ánimo. Una acústica perceptiva; una predisposición particular del cuerpo y la mente; una leve alteración de los sentidos favorable a la admiración de las cosas, una suerte de combinatoria de todo ello junto, éso es el mate. No sirve para perder el tiempo; mejora el tiempo o la disposición sobre ese tiempo. No fomenta la nadería, estimula la conversación urgente o el humor o la inteligencia.

¡Lo que se pierden los anglosajones!

Fuente: El Litoral

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1 comentario

 
Cristina dice ...
2/1/2011 15:03
Tomar mate es más que beber una infusión. Se trata de un hecho social, en el que se comparte un momento con los amigos.
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